domingo, 28 de marzo de 2010

El comunismo del siglo XX: una memoria en disputa

Elvira Concheiro Bórquez

El pasado es lo único que conocemos y todo conocimiento humano surge de un conocimiento pasado; todo conocimiento humano supone reflexionar sobre el pasado.
John Lukacs


Introducción

Han transcurrido ya más de quince años desde los acontecimientos de 1989, de la simbólica caída del Muro de Berlín que en los siguientes dos años desembocaría en una serie de revueltas en todos los países del este de Europa y, finalmente, en la disolución de la Unión Soviética (URSS) y la desaparición del llamado “socialismo real”. Desde entonces, mucho se ha dicho y escrito sobre el comunismo y el impacto geopolítico de su caída pero, sobre todo, ha prevalecido una intensa campaña propagandística empeñada en su desacreditación a la que no pocos historiadores y analistas han servido.
Aunque los procesos políticos que este periodo ha vivido la izquierda comunista en cada país han sido diversos, ninguna escapó a la gran crisis provocada por la disolución de la URSS pese a que en no pocos casos, sobre todo en los países europeos donde era más fuerte, tiempo atrás había marcado su distancia con lo que representaban los regímenes “socialistas”. En realidad, las izquierdas de todo signo quedaron mudas y anonadadas ante los acontecimientos, mientras que las derechas se sintieron con la autoridad de dictar su veredicto: tras el certificado de muerte del comunismo, decretaron los sucesivos fines de la historia, las ideologías, las utopías emancipatorias.
En este ambiente, tanto la recuperación de la memoria histórica como el análisis de lo que representó el comunismo y de las causas de su fracaso, se han topado con enormes dificultades pese a que se ha desplegado una amplísima producción historiográfica fruto, entre otras cosas, de la enorme cantidad de material de archivo de la que hoy se dispone. En este hecho paradójico hay un triunfo político e ideológico de posturas e imágenes que se gestaron durante los años de la llamada Guerra Fría, con sus espías soviéticos amenazando por doquier al “mundo libre”; millones de crímenes inimaginables; supuestas acciones turbias e inconfesables de todo militante comunista; dineros obscuros provenientes de Moscú patrocinando cualquier movimiento u organización opositora.
Esa victoria ideológica permite hoy que —lejos de desaparecer con el fin de la Guerra Fría— se generalicen un cúmulo de lugares comunes y quimeras, articulándose en una historia única y simplificada que siempre empieza y termina en el Gulag.
Como preludio hemos, pues, presenciado una verdadera campaña mediática que no sólo daba cuenta del acontecimiento político sin precedentes que significó la descomposición y desaparición de aquellos regímenes, sino publicitaba inescrupulosamente supuestas “pruebas secretas” del carácter conspirativo y criminal del comunismo, reducido a una fuerza obscura al servicio del poder “totalitario” soviético. La generalización de los arquetipos con los que siempre se estigmatizó al comunismo, la elevación a verdades “comprobadas” de aquello que durante la Guerra Fría sirvió de propaganda ideológica, tuvo el fin político e ideológico no sólo de dar definitiva sepultura a lo que en forma bastante sencilla e incruenta se derrumbó en los países del este europeo, sino de descalificar a las fuerzas de izquierda –empezando por los partidos comunistas-- de todo el mundo, en un momento en que se desplegaba con fuerza una brutal ofensiva del capital sobre los trabajadores. La terrorífica sentencia tacheriana de “no hay otra alternativa” adquiría así gigantescas proporciones. Los “vencedores” alistaban sus armas para, tras la sepultura del hecho histórico, emprender la descalificación de la idea misma que había dado aliento a lo largo del siglo XX a los audaces experimentos de superar al capitalismo.
Por otra parte, la compleja situación que enfrentó cada uno de los países del otrora campo socialista en su restauración de las más toscas relaciones “del libre mercado” y su inauguración de las formas democráticas liberales, con una enorme inestabilidad política, su disgregación nacional, sus guerras interétnicas y su extendido deterioro social, situación ésta que en más de un lugar significó redefinición de sus identidades, se ha visto surcada por la disputa de la memoria histórica del comunismo.
Esta disputa por la memoria ha tenido como soporte y expresión más fehaciente la utilización y parcialidad de la apertura (sobre todo en Rusia) de los archivos estatales y de los partidos comunistas de los países del llamado “socialismo real”. En prácticamente todos los casos, la apertura de los archivos fue acompañada de escándalos mediáticos, pero dos de ellos tuvieron particular relevancia: el de los archivos soviéticos y los de Alemania del Este. En ambos casos, además de la publicidad que provocaron diversos medios de comunicación del mundo, que se lanzaron a la caza de los “secretos comunistas”, el destino y la utilización que se hizo de la documentación tuvo muy definidos fines políticos.
En particular en Rusia, las diferentes controversias e interpretaciones sobre su pasado que se han sucedido en las últimas décadas, realizadas a partir de enfoques bastante superficiales y parciales, han sido un instrumento de legitimación de la mayor relevancia en las redefiniciones políticas y en la nueva configuración de los grupos de poder. Por su parte, el “ajuste de cuentas” con la experiencia de la República Democrática Alemana (RDA) realizado durante los primeros años de la década de los noventa con una enorme carga ideológica, fue un proceso constitutivo de las bases de la reunificación de las dos Alemanias.
Estos hechos, como veremos, han sido definitorios de las temáticas predominantes en la amplia producción historiográfica que ha tenido lugar desde que los historiadores cuentan con las nuevas fuentes.

Las dificultades de la memoria rusa

Rusia es, sin duda, uno de los países del mundo que cuenta con una historia extremadamente rica y con grandes sucesos que lo han marcado de manera profunda. Y es frente a esa historia, precisamente, que ha tenido y tiene enormes dificultades para definir su identidad. Ello, desde luego, no es algo atribuible a la cantidad y compleja sucesión de acontecimientos que ha vivido, sino a la naturaleza de los mismos. En particular, la revolución rusa de octubre de 1917 es, podemos decir, el acontecimiento más audaz y radical de la historia contemporánea y el fracaso y hundimiento del régimen que produjo, un hecho inédito e inesperado.
La pretensión de llevar a la Rusia zarista hacia una transformación que no seguiría los pasos de occidente fue, como es reconocido, de una intrepidez sin precedente. Sin embargo, el proceso de guerra civil, primero y, en mayor proporción, el estalinismo, después, truncaron con enorme violencia aquellos propósitos emancipatorios.
El proceso iniciado con Jruschov en 1956, a partir de la revelación de los crímenes de Stalin en el XX Congreso del PCUS —momento en el que ese país se puso ante una historia de horror que contradecía los aspectos más elementales del proyecto social en el que se decía inmerso—, no sólo adoleció de importantes limitaciones al centrar el problema en el llamado “culto a la personalidad”, sino que pronto fue dejado de lado. Durante la larga era de Brezhnev el tema de las purgas y el terror estalinista fue quedando en el silencio, aunque parte de la verdad sobre aquel periodo de la historia soviética había salido ya a flote y se había instalado como una herida colectiva que no tenía vías para sanar.
En su escrito, dedicado al malestar de la memoria rusa respecto al estalinismo, la historiadora Maria Ferretti (2002) analiza este dificultoso proceso de integración en la sociedad rusa de su historia y su memoria, y particularmente de los acontecimientos dolorosos de los años treinta. De acuerdo con ella, desde mediados de los años ochenta, con Gorbachov, hasta el año 2000 con Yeltsin, “se ha asistido al nacimiento y a la sucesión rápida de nuevas representaciones del pasado, que han remodelado profundamente la identidad del país. La tragedia del estalinismo, fue reintegrada y después de nuevo rechazada; la revolución de Octubre, acto fundador del sistema soviético, fue sometida a una revisión radical; una imagen idealizada de la Rusia prerrevolucionaria se impuso.” Una serie de acontecimientos de estos últimos años muestran que también esta última imagen, la de idealización de la Rusia zarista, ha venido perdiendo fuerza en el seno de la sociedad rusa de nuestros días, dando lugar a una cierta revaloración del periodo estalinista.
Para la historiadora italiana, la causa fundamental de que hoy Rusia sea un país esencialmente sin memoria, lo cual ha dado lugar a las mas diversas e incluso contradictorias representaciones alentadas por el poder estatal, es la ausencia de un trabajo de duelo frente a las tragedias vividas durante el estalinismo, la falta de reincorporación en la memoria social de este periodo clave de la historia de ese país, sustituyéndolo por un rechazo, generando lo que ella llama un agujero o boquete de memoria. Es, a su vez, este vacío de memoria e identidad el que ha provocado el resurgimiento del nacionalismo ruso, con la ideología autoritaria que lo ha acompañado.
“En la medida en que el trabajo de duelo —escribe Ferretti— implica asumir, de parte del sujeto, el pasado en tanto que herencia compartida en la que todos son responsables, establece, por ese acto de voluntad, al sujeto en tanto que actor de la vida política y postula su involucramiento activo para llevar a bien los cambios necesarios para impedir que el pasado se repita. Es ahí, me parece, donde el trabajo de duelo y los valores democráticos se encuentran. Por el contrario, la actitud melancólica con respecto al pasado, da lugar a una suerte de contemplación de la catástrofe ocurrida, quitando responsabilidad al individuo, que no se considera más que como una víctima y, en lugar de asumir, se encierra en el pesar nostálgico del ‘ayer’. Al no sentirse directamente responsable del pasado, que aparece como la obra de fuerzas obscuras que lo dominan, no se transforma más en sujeto, en actor de la vida política, pero busca sobre todo la protección de una mano fuerte y de un poder autoritario, componentes esenciales del nacionalismo.”(Ferreti, 2002: 81)

Aunque es necesario señalar que las responsabilidades de quien ejerció el poder del estado para someter y asesinar y la de aquellos que coadyuvaron –muchos por temor—al proceso dictatorial de los años treinta, no pueden en forma alguna ser equiparadas, es cierto, como lo señala la autora, que la ausencia de vida y cultura democráticas permite que la sociedad rusa no haya logrado hacerse cargo de su historia y se asuma sólo como víctima de poderes que aparecen por encima de ella, mientras que los actuales grupos de poder económico y político, aunque han adoptado algunas formas distintas a las del periodo soviético, siguen sustentando en determinadas interpretaciones de los complejos hechos históricos rusos una de sus fuentes de legitimación.
Un elemento sustancial de las reformas que se proponía Gorbachov fue el debate sobre los acontecimientos históricos tergiversados por la historia oficial soviética, al punto de que en 1988 las escuelas y universidades suspendieron los cursos de historia y se pusieron a revisión todos los programas. Desde luego no se trató de un mero ejercicio académico. Al crear el ambiente de libertades políticas, la “perestroika” permitió que la parte de la sociedad rusa agraviada y mutilada por la represión en masa de Stalin y por la asfixia política de los gobiernos posteriores, levantara enérgica su exigencia de reexamen y recuperación de la memoria negada. Miles fueron los eventos que se produjeron para reivindicar a las víctimas de la represión y muchas las investigaciones y documentos que empezaron a aparecer en la prensa y en las publicaciones especializadas para esclarecer hechos que se mantenían en la oscuridad. En ese país nunca se discutió tanto, como entonces, los setenta años de historia soviética.
Pero los acontecimientos que llevaron al fracaso del proyecto renovador de Gorbachov y a la consecuente caída del régimen soviético, hicieron que, como también apunta Ferretti, la intensa denuncia del estalinismo quedara trunca y diera su lugar a un rechazo de la Revolución de octubre y de Lenin, como fuentes de todos los males posteriores, abriendo paso a una nostálgica recuperación del zarismo.(Ferreti, 2002: 72) Ya no se trataba de analizar y juzgar un periodo oscuro y complejo de la historia soviética que había mutilado el proyecto por el que miles de trabajadores del campo y la ciudad habían luchado en 1917, sino a esta historia en su conjunto. De forma que, negándola, podía establecerse el nexo entre la vieja Rusia y la actual, proceso necesario para justificar las reformas que se abrieron paso con la disolución de la URSS.
A pesar de la fuerza con que se difundieron las nuevas “verdades”, la actual situación de Rusia no ha permitido que los intentos de contar con una nueva historia oficial hayan fructificado plenamente, en lo cual han jugado un papel tanto la inestabilidad política como el hecho de que el proyecto liberal de Yeltsin primero, y el nacionalismo de Putin después, no han arribado a dar al país una mejor situación ni económica ni social a la que se tenía bajo el régimen soviético.
El rechazó de la historia en la que vivió la sociedad rusa la mayor parte del siglo XX, redescubriendo y revaluando a la “gran Rusia” de los zares, pronto cedió su plaza a una visión que ahora intenta dar —también por lo que algunos entienden como instrucciones del presidente en turno— una visión “equilibrada”, “normalizando” los acontecimientos vividos a partir de la década de los años treinta. El autor de uno de los actuales manuales escolares de historia, ganado por concurso en 2002, explicó entonces que su propósito era dar una visión equilibrada de la historia del estalinismo, en la que no sólo aparecieran los aspectos negativos, si no también aquello de positivo que hubo en ese periodo (“la modernización de la sociedad, el aumento del nivel de vida de la población, el mejoramiento del nivel de educación —un punto esencial, puesto que provocará el hundimiento del régimen”), de forma que todos los profesores, tanto los que creyeran que Stalin había sido un gran hombre, como los que pensaran que había sido un criminal, pudieran utilizar su manual.(Zagladine, 2003)
El caso es que con la recuperación positiva de ciertos momentos y símbolos del estalinismo, tales como su triunfo en la Segunda Guerra Mundial (a la que siguen llamando y honrando como “Gran Guerra Patria”) y el despegue económico y militar logrado en cierto momento, que llevó a la URSS a ser considerada la segunda potencia mundial, el actual presidente ruso busca anclar su visión nacionalista y justificar su política y sus acciones contra otras naciones no rusas con las que mantiene conflicto.
En este marco, en el que sigue prevaleciendo un uso político de la memoria, es natural que la producción de la investigación social rusa sobre el comunismo se enfrente a muchas dificultades. Después de varios años de relativa parálisis provocada por el impacto de los propios acontecimientos que vivió ese país, ha tenido lugar una creciente producción ceñida por motivaciones ideológicas al servicio de las transformaciones que siguieron a la caída del régimen soviético.
Este fenómeno (no exclusivo de Rusia) ha provocado que la historiografía se centre en exceso en el fenómeno estalinista. Incluso en aquellos trabajos, que poco a poco empiezan a aparecer, que buscan escapar a las visiones maniqueas y realizar un análisis social más rico y complejo para trascender la sola denuncia, la temática central sigue siendo la misma. En esa línea, la nueva producción historiográfica sobre la URSS comienza a hacer un trabajo más detallado sobre diversos aspectos de la represión estalinista, tales como los estudios que han seguido todos los eslabones de la cadena que va desde la toma de decisiones hasta su última instancia de aplicación. A partir del trabajo en los archivos locales, una nueva generación de investigadores rusos intentan ahora una minucioso estudio de procesos que son piezas claves del estalinismo, tales como la colectivización forzosa; la “deskulakización”, entre otras.
Una parte importante de los mejores esfuerzos de los historiadores rusos ha sido la publicación de documentos recién desclasificados de los archivos. Hoy existen decenas de volúmenes, que recopilan documentos sobre diversos aspectos del stalinismo, empezando por aquellos pertenecientes a los distintos órganos de seguridad del Estado (sobre la Checa, la OGPU y el NKVD); información sobre el Goulag; sobre la política de represión en masa de los años 1936-1938; sobre los mecanismos de toma de decisiones; la correspondencia entre algunos de los principales dirigentes soviéticos (como la correspondencia entre Stalin y Molotov, 1925-1936; la de Stalin y Kaganovich, 1931-1936), así como varios volúmenes que contienen documentos de los años 1927-1939. También han sido publicadas recopilaciones de documentos sobre algunos otros temas, tales como las actas del Pleno del Comité Ejecutivo del PCUS de 1928-1929 que abordan el asunto de la Nueva Política Económica (NEP).
En realidad son pocos los estudios rusos que se han traducido en otros países, pero aquellos con los que se cuenta, gracias a que son producto de la colaboración con historiadores occidentales —principalmente sajones— dan cuenta de la enorme cantidad de investigaciones en curso a partir de lo cual, necesariamente, se empiezan a diversificar las perspectivas de análisis y las temáticas.
Como respuesta a las visiones dominantes centradas en el estudio de las altas esferas de poder político, en los mecanismos de decisión, en las instituciones estatales y en la represión, en años recientes ha cobrado fuerza la historia social que busca analizar la relación entre la sociedad soviética y sus estructuras de poder. A partir de ese enfoque han empezado a aparecer interesantes estudios que enfocan su atención en el problema de las mentalidades, de la opinión pública, de los mecanismos de resistencia social, entre otros, y que se adentran en la psicología social o en aspectos culturales.

Rusia: una apertura discrecional de sus archivos

Esta producción, tanto en su temática como en su orientación, está estrechamente vinculada a la suerte que han corrido las fuentes en las que se sustentan, con los conflictos que han vivido los archivos comunistas, con la forma y los tiempos de su apertura. Una situación en la que, incluso, los sucesivos cambios de nombre de los archivos resultan elocuentes.
Es importante tener presente que para los comunistas en general, dada su ideología, la preservación y difusión de la historia de la lucha de los trabajadores era una tarea que asumían como fundamento de su acción. Por esta razón, en forma mucho más relevante que para otras corrientes políticas, los comunistas de todos los países realizaron siempre un trabajo de recopilación y de conservación de ese tipo de documentos. Esa tarea tomó otras dimensiones en la Unión Soviética y los países del “socialismo real”, no sólo por la extensión que adquirió la recolección de documentos del mundo entero (como resultado de las dos guerras y de las situaciones difíciles que se vivieron en diversos países, que llevó a los partidos comunistas a resguardar su documentación en la URSS —tal es el caso, entre muchos, de los españoles tras la guerra civil o de los norteamericanos en el macartismo—, además de haber quedado los soviéticos como dueños del archivo de la Internacional Comunista), sino también por la mistificación de las principales figuras políticas y la manipulación que con Stalin comenzó a hacerse de la historia misma. Particularmente este último hecho es el que explica porqué archivos históricos que no implicaban en ningún sentido la seguridad del Estado fueron tan secretos como el de la KGB o el del Ministerio de Asuntos Extranjeros.
Revelador de este fenómeno es la historia del Archivo Central del Partido del que muchos años se conoció como Instituto de marxismo-leninismo, que fue un archivo extremadamente rico que mostraba el carácter mundial que tuvo la corriente comunista dirigida por los soviéticos.
Este archivo remonta su origen a 1920, cuando se crea la “Istpart” (Comisión para la compilación y el estudio de los documentos de la historia de la Revolución de Octubre y del Partido Comunista Ruso bolchevique) bajo el Comisariado del Pueblo para la Educación que dirigía A. Lunacharski. Con el trabajo de esa Comisión, hacia fines de la década se tenían cerca de 60 mil documentos, entre los que estaban el archivo que los bolcheviques habían creado antes de la revolución y el que creó Lenin en Génova. Por su parte, se tenía el trabajo realizado por el Instituto Marx-Engels dirigido por D.B. Riazánov quien desde 1921 logró una importante recolección y publicación de materiales relativos a la socialdemocracia europea, a las revoluciones francesas de 1789, 1848 y a la Comuna de París de 1871; documentos personales de importantes dirigentes socialistas (entre ellos de Eduard Bernstein) y, desde luego, de manuscritos de Marx y Engels. (Kennedy-Grimsted, 1999)
En 1931 se formó el Instituto Marx, Engels y Lenin bajo la dirección de Comité Central del Partido Comunista, a partir de la fusión del Instituto fundado por Riazánov y el Instituto Lenin, creado después de la muerte del líder bolchevique para resguardar su extensa obra, la cual en 1929 había sido transferida al Archivo Central de la Revolución de Octubre. Entre los años de 1954 a 1956 a ese Instituto se le incorporó el nombre de Stalin (quien acababa de morir), pero a partir de ese último año, dadas las denuncias de Jruschov contra su antecesor realizadas en el XX Congreso del PCUS, y hasta 1991 llevó sólo el nombre de Instituto de Marxismo-leninismo.
Como resultado de la Segunda Guerra Mundial, este archivo se hizo de una gran cantidad de materiales provenientes de las agencias anticomunistas de los nazis, así como de aquellas colecciones que, a su vez, los nazis habían robado en los países que ocuparon, tales como los documentos de la Segunda Internacional y de muchos otros archivos de los socialistas europeos que tenía, entre otros, el Instituto de Historia Social de Ámsterdam o el del Archivo del Museo Belga del Movimiento de los Trabajadores Socialistas. (Kennedy-Grimsted, 1999: 251)
En 1959 fue depositado en el Instituto de Marxismo-leninismo la documentación de la Internacional Comunista, que hasta entonces había sido resguardada por el Comité Central del PCUS. Al año siguiente se formó en sus instalaciones el Museo Marx-Engels que exhibía algunos textos originales de los autores del Manifiesto Comunista.
En 1991, después de que Yeltsin toma la dirección del país, tras un breve periodo en el que fue denominado como Instituto sobre la Teoría y la Historia del Socialismo (de abril a octubre de 1991), fue, junto al resto de archivos rusos, nacionalizado por el decreto presidencial de agosto de ese año y después nombrado Centro Ruso para la Preservación y el Estudio de los Documentos de la Historia Moderna (RTsKhIDNI, por sus siglas en ruso). Con la reforma realizada de 1999, que abarcó a todos los archivos de la Federación Rusa, se unificó al RTsKhIDNI con el Archivo de la Juventud Comunista (desde 1992 este archivo había sido rebautizado con el nombre de Centro para la Preservación de los Documentos de las Organizaciones Juveniles), dando origen al Archivo del Estado Ruso de Historia Socio-política (RGASPI, por sus siglas en ruso).
A partir del año 1993 este archivo comenzó a recibir documentación transferida del archivo del PCUS y, desde 1999, partes del archivo de Stalin que se mantenían en el Archivo Presidencial, archivo que se mantiene cerrado, pero al que sólo algunos investigadores seleccionados han podido tener acceso. En su libro Le siécle soviétique, Moshe Lewin (2003) señala que R. G. Pihoja, fue uno de los pocos investigadores que tuvo acceso a los archivos que estaban cerrados para los “comunes mortales”, como mostró su investigación publicada en 1998, en Moscú, Sovetskij Sojuz: Istorija Vlasti, 1945-1991.
Como señalamos antes, la apertura de algunos fondos sirvió de inmediato para el despliegue a nivel mundial de una escandalosa campaña anticomunista y, en concordancia con lo que empezó entonces a ocurrir con todos los recursos de ese país, para generar para unos cuantos un jugoso negocio.
En el otoño de 1991 se formó una comisión encargada de organizar la transferencia de los archivos mencionados y de su preservación y apertura, comisión que encabezó el general Dimitri Volkogónov. En la presentación del libro de Volkogónov sobre Lenin(1996), H. Shukman señala que el autor fue realmente el primer investigador que tuvo a su disponibilidad los materiales de archivos secretos, quien siendo director del Instituto de Historia Militar y coronel general en servicio, durante años recopiló documentación para la biografía de Stalin, libro que publicó en 1988 y que le valió convertirse en un paria ante sus compañeros de graduación. La situación de Volkogónov se complicó en junio de 1991 cuando su Instituto discutió y condenó el borrador de una nueva historia de la Segunda Guerra Mundial, editada bajo su responsabilidad. Acusado entonces de enlodar el buen nombre del ejército, así como el del partido y el del Estado soviético, y atacado personalmente por el ministro de Defensa Yezhov, Volkogónov renunció. “Cuando dos meses más tarde se produjo la tentativa de golpe, el Gobierno eligió a Volkogónov para supervisar el control y apertura de los archivos del partido y el Estado.” (Volkogónov, 96:XIII)
En los dos años siguientes se aprobaron un conjunto de leyes que buscaban conformar un nuevo marco legal que garantizara el derecho a la información y facilitara el acceso y la utilización de los documentos de los archivos.
Sin embargo, más de diez años después de su apertura, algunos investigadores se han dado cuenta de que la discrecional desclasificación de muchos documentos, aquel “regalo” de Yeltsin, hacía imposible una verdadera reconstrucción histórica que no fuera manipulada. En efecto, a partir de una situación en la que algunos fondos documentales de pronto se abrían y luego volvían a ser inaccesibles y de documentos sueltos que se filtraban para provocar ciertos escándalos (incluso, de algunos se discutió su autenticidad), en muchos casos el resultado fue la aparición de trabajos que decían lo que resultaba acorde en ese momento con el discurso dominante del nuevo poder ruso.
En la Rusia de principios de los noventa, el general Dimitri Volkogónov marcó la pauta. El nuevo encargado de la supervisión y apertura de los archivos soviéticos no sólo ejecutó con esmero la política de apertura discrecional y mercantil de la documentación de la que ya hemos hablado, si no que en sus escritos dio su personal aporte a lo quería presentarse como nueva historia oficial. En particular, en su libro biográfico sobre Lenin, Volkogónov dio a conocer la existencia de una gran cantidad de documentos del líder bolchevique que se mantenían inéditos, según él un total de 3 mil 724 y otros 3 mil aproximadamente que sólo tienen su firma.

“Las cinco ediciones de las obras completas de Lenin —escribe— varían sustancialmente. La primera apareció entre 1920 y 1926 y constaba de veinte volúmenes. La segunda y tercera (que sólo se diferencian en la calidad de la encuadernación) fueron publicadas en treinta volúmenes entre 1930 y 1932. La cuarta, conocida como la edición de Stalin, traducida a lenguas extranjeras, inglés entre otras, salió entre 1941 y 1957 en treinta y cinco volúmenes. La quinta, descrita como edición completa (...) fue publicada entre 1958 y 1965 y en cierta medida se benefició del clima de cierta liberalización de los primeros años de Jruschov. Llegó a los cincuenta y cinco volúmenes, en tanto que la sexta, en preparación cuando se produjeron los sucesos de agosto de 1991, iba a tener por lo menos setenta. Lenin es inagotable”. (Volkogónov, 1996: 8)

A pesar de que en su libro quien entonces era el nuevo jefe de los archivos se interroga porqué habían permanecido ocultos estos documentos de Lenin, hasta donde sabemos no se ha llevado a cabo la empresa de la nueva edición completa de las obras, aunque por fin en el año 2000 se publicó en Moscú una selección de documentos del líder bolchevique que eran desconocidos (véase Lenin, 2000). Pero en aquel momento, Volkogónov se anticipó y fue el encargado de dar a conocer su contenido, cuidadosamente seleccionado, de forma que ofrecía la nueva versión seudo-oficial de Lenin, con el propósito no sólo de desmitificar su figura al denostarlo en lo personal, sino presentarlo como el padre del terror desarrollado en el periodo estalinista.
Más allá del éxito obtenido por la gente de Yeltsin en su empresa de erigirse en los nuevos intérpretes de la historia de Rusia, lo relevante es que la conducta de aquel primer director de los archivos soviéticos al fin “abiertos” marcaría el modo y el contenido de lo que aquellos primeros años sería desclasificado.
Por desgracia no fue este el único esfuerzo por manipular el contenido de los archivos con fines políticos. En realidad, la utilización de los archivos “secretos” fue sólo una parte de lo que sería una empresa de grandes proporciones para legitimar un nuevo poder que emprendía la disolución de la Unión Soviética y la construcción de la nueva Rusia postcomunista.
A pesar de que la Comisión que encabezó Volkogónov había establecido que <>, en el balance que realiza el historiador ruso Nikita Petrov, responsable de Memorial de Moscú, analiza las diversas dificultades y resistencias que han dado por resultado que importantes archivos sigan siendo inaccesibles a los investigadores, que la desclasificación de documentos sea —particularmente desde 1995— extremadamente lenta y discrecional y que , por tanto, se siga manipulando la información de acuerdo al discurso político de los nuevos dirigentes rusos. (Petrov, 2002)
Petrov expresa, incluso, su impresión de que los múltiples escándalos que se produjeron sobre todo en los primeros años de Boris Yeltsin, gracias a documentos “filtrados” a los medios de comunicación, fueron preparados deliberadamente por quienes se oponían a la apertura de los archivos, con un doble objetivo: “Sacrificando documentos relativamente inofensivos —escribe— o que habían perdido toda actualidad, los servicios especiales mataron dos pájaros de un tiro: recibieron dinero y al mismo tiempo crearon un terreno favorable a las exigencias de ‘poner orden’”. Y da como ejemplo el contrato que hizo la Agencia Federal de Información rusa con la televisión norteamericana para la transmisión de teleseries basadas en “dossiers ultra secretos”. (Petrov, 2002: 18-19)
En ese mismo sentido, en relación al desacato al decreto de Yeltsin en lo que se refiere al traslado del archivo de la KGB, que logró retenerlo en manos de su sucesor, el FSB, lo cual no ha permitido su apertura, Petrov escribe:
“El cierre total de los archivos del viejo KGB a los investigadores independientes retrae a una situación en la que la apertura de ciertos documentos y su utilización no sirven sino a los intereses políticos de los mismos agentes especiales. El principio de tal utilización no es solamente una rehabilitación de los departamentos anteriores a la KGB (Vetcheka, OGPU, NKVD, etc.) dada la cuestión de sus ‘servicios’ en la lucha contra los ‘enemigos de la patria’, sino igualmente el refuerzo de toda la nueva ideología rusa.” (Petrov, 2002: 26)
Aunque hay aspectos discutibles de esta posición del historiador ruso, lo cierto es que, además del mencionado desacato, tras la protesta inmediata del Ministerio de Asuntos Extranjeros, que impidió que se desclasificaran los materiales concernientes a la política exterior del PCUS; la ley de 1995, que declaró “secreto de Estado” toda actividad de los agentes de los servicios secretos y de sus colaboradores; y los procedimientos pesadamente burocráticos, que dieron margen para que los trabajadores archivistas impusieran sus propias condiciones y tiempos en aquellos archivos donde se supone que hay acceso, se fue imponiendo una “apertura equilibrada” (Petrov, 2002: 22) y, en los hechos, morosa que impide o entorpece un trabajo riguroso de recuperación y asimilación de la memoria histórica de la Rusia del siglo XX.

Los archivos alemanes
Más allá de las fronteras rusas, el otro caso más sonado fue el de los archivos comunistas en los momentos de la desaparición de la República Democrática Alemana (RDA). La caída del Muro de Berlín no es en balde el símbolo del fin del comunismo como régimen estatal. Cuando en 1989 el éxodo masivo hacia la Alemania occidental reveló la inminente caída del régimen y la decisión popular de ir hacia la reunificación de las dos Alemanias, nadie pensaba en que algo así podía ocurrir.
En Alemania, como después ocurriría en otros países del llamado “campo socialista”, como la propia URSS, Checoslovaquia y Yugoslavia, la desaparición de sus regímenes implicó la disolución misma en tanto tales países. En el caso alemán, observadores cercanos de la crisis vivida en la RDA durante todo el año de 1989 afirmaban entonces que ésta tendría necesariamente una salida democrática en el marco del propio régimen socialista, justamente por estar en juego su existencia como Estado. Es decir, pensaban que la existencia de la otra Alemania, la de occidente, imponía a la RDA una única salida: la de reformarse en sus propios términos. No se pensaba, pues, que la aspiración y decisión interna de los ciudadanos de Alemania del Este era, por el contrario, la de reunificación y asimilación en la República Federal de Alemania (RFA).
Este hecho sorpresivo tuvo en los años siguientes un efecto particular en los estudios sobre el régimen desaparecido y el destino de sus fuentes documentales.
En lo que se refiere a estas últimas, particularmente el archivo de la policía política (la Stasi), compuesto por más de seis millones de carpetas individuales, se convirtió en los momentos mismos del hundimiento del régimen en símbolo de una rebelión largamente incubada. Cuando el 15 de enero de 1990 corrió el rumor de que los funcionarios de la Seguridad del Estado eliminarían sus archivos y que la documentación había empezado a ser quemada, se produjo de inmediato una revuelta multitudinaria que decidió tomar las instalaciones y formar un Comité Ciudadano de resguardo de los archivos que presionaría para que éstos fueran abiertos. Una vez destituidos los funcionarios de la policía secreta, estos archivos quedaron a la deriva, sin que por un tiempo nadie realmente los reclamara.
No sería sino hasta diciembre de 1991 cuando el parlamento alemán aprueba la Ley sobre los Archivos de la Stasi, reglamentando el acceso a su documentación, de forma que, salvo los documentos de las organizaciones internacionales o supranacionales y de los países extranjeros que la Stasi poseía (entre ellos documentos secretos de la propia RFA), los expedientes administrativos y de la policía política que no contienen información personal o aquellos a los que les fueron suprimidos los nombres de las personas involucradas, quedaron abiertos para su consulta sin ninguna clase de restricciones.
Del área de archivos personales, que representan aproximadamente el 80 por ciento de la documentación de los archivos de la Stasi, con cerca de cuatro millones de expedientes de alemanes del Este y dos millones de expedientes de alemanes occidentales y de otros países, se estableció que la documentación solo sería accesible a los directamente involucrados, y que otros interesados podrían consultar estos expedientes sólo con permiso expreso de los afectados. (Frohn, 1992)
Otros archivos de las diferentes dependencias gubernamentales fueron absorbidos por los archivos federales de la RFA, con excepción de los archivos del ministerio de Asuntos Extranjeros y del Ejército que quedaron bajo resguardo del Bundeswehr, y están disponibles bajo la regla de 30 años de antigüedad. El archivo del Partido Socialista Unificado de Alemania (SED, por sus siglas en alemán), que fue disputado por su sucesor, el Partido del Socialismo Democrático, quedó finalmente a partir de 1993 en custodia de una fundación independiente pero dentro del sistema de Archivos Federales de Alemania.
Sin embargo, la acción del estado alemán no se limitó a legislar sobre los nuevos archivos en su poder, sino que paralelamente formó una comisión parlamentaria encargada de investigar la historia y la legalidad de lo que desde entonces se denominó la “dictadura del SED” (Aufarbeitung von Geschichte und Folgen der SED-Diktatur in Deutschland), con el fin de “contribuir al análisis político-histórico y a la evaluación político-moral” de este fenómeno. Al fijar las tareas de dicha comisión, el parlamento alemán precisó la temática que debería ser abordada. Entre los temas principales se encontraban: la estructura, las estrategias y los instrumentos de la dictadura (por ejemplo, la relación del partido y el Estado, la estructura y funcionamiento de los servicios de seguridad); el papel de la ideología (el marxismo-leninismo y la posición antifascista en la formación de la RDA, así como la función de la educación y de la literatura, entre otros aspectos); la violación de los derechos humanos y los mecanismos de represión; los movimientos de oposición y sus potencialidades; la política soviética en Alemania; la actividad de la RDA en la RFA.
En poco de más de dos años, la comisión parlamentaria organizó 44 sesiones con más de 300 historiadores y testigos presenciales, además de contratar a 148 expertos, que generaron un enorme expediente de más de 15 mil páginas. En junio de 1994, la comisión como tal presentó un reporte de 300 páginas y en los años siguientes se publicaron muchas de las contribuciones de los expertos. (Ostermann, 1995)
Una segunda comisión del parlamento consagró su trabajo a la “Superación de las consecuencias de la dictadura del SED en el proceso de unificación”. Esta comisión sentó las bases para la formación de la “Fundación para el trabajo sobre la dictadura del SED”, cuyo objetivo fue “mantener vivo el recuerdo de los actos ilegales sufridos por las víctimas y fomentar el consenso antitotalitario en la sociedad así como la democracia y la unidad interior de Alemania” (Kott, 2002: 25)
Como puede observarse, se trata de una insólita empresa del estado alemán, que expresaba las condiciones en las que se produjo el proceso de unificación.
Además de estas actividades, el nuevo Estado alemán unificado promovió el surgimiento de varias instituciones que centraron sus actividades de investigación en la temática del comunismo. Tal es el caso del Centro de Estudios Contemporáneos, afiliado a la Fundación Max Planck, dedicado en forma destacada a la historia de la RDA, que es el único que mantuvo un equilibrio en la procedencia (del este y del oeste de Alemania) y posiciones de sus investigadores. En la ciudad de Dresde se fundó el Instituto Hannah Arendt para las Investigaciones del Totalitarismo, con un claro signo. Por su parte, la Universidad de Mannheim, en su Centro de Investigación Social Europea, creó una sección en la que se desarrolla el proyecto de estudios sobre la historia de la RDA que dirige Hermann Weber.
En este Centro, en 1994 el Deutscher Bundestag listó 759 proyectos de investigación. Entre los resultados, publicó ya seis volúmenes sobre la historia de la RDA (1949-1990); una colección de documentos sobre la oposición y resistencia en la RDA y dio curso, entre otros, a proyectos de investigación sobre la historia de la Federación de Jóvenes Democráticos (FDJ) desde 1945 hasta 1965 y sobre el papel del antifascismo en los primeros años de la República Democrática Alemana. Desde 1993 el Centro comenzó a publicar el Anuario sobre la Investigación Histórica del Comunismo y ha establecido un equipo europeo de historiadores sobre el mismo tema.
Con otra orientación menos académica, el Forschungsverbund SED-State centró sus investigaciones en el papel dictatorial del Partido Socialista Unificado (SED) de la RDA. Entre sus líneas de investigación estableció: las relaciones entre el SED y el Ministerio de Seguridad del Estado; el papel del aparato de ese partido en el establecimiento y consolidación de la dictadura; las relaciones del SED con las iglesias; la política comunista frente a la ciencia desde 1945; la participación del SED en la invasión de Checoslovaquia en agosto de 1968, la oposición a la dictadura del SED y el desarrollo industrial en la RDA.
Por su parte, el Instituto de Estudios de Rusia, Europa del Este e Internacionales de Colonia concentró su trabajo en el estudio de las relaciones entre la Unión Soviética y la Alemania del Este; la política soviética ante Alemania en las décadas de 1940 y 1950 y el papel de la URSS en la colapso del la RDA. (Ostermann, 1995)
Esta febril actividad de investigación empezó a decrecer desde 1995, una vez que las instituciones gubernamentales o las fundaciones privadas empezaron a considerar que había ya cumplido su cometido político para las transformaciones que implicó la reunificación alemana. Entre otras, por poner un ejemplo, la Fundación Volkswagen, que a principios de los años noventa proporcionó importantes subvenciones a la investigación sobre la “segunda dictadura” y a su comparación con el régimen nazi, dejó de tener el mismo interés cuando emergió una visión más objetiva que rehusó a hacer esa comparación (el historiador Etienne Francois se preguntaba si es legítimo comparar un régimen que dejó una montaña de cadáveres con uno que dejó una montaña de papeles) y que problematizó las características de un régimen que subsistió por varias décadas y que al poco tiempo empezó a ser revalorado por una parte importante de la población alemana de la exRDA.
Como sea, es importante destacar que lo realizado en los años 90 fue, sin duda, una insólita empresa estatal de “ajuste de cuentas”, no sólo con un pasado no deseado por los dirigentes políticos de la Alemania occidental, sino con una ideología divergente, la cual fue realizada sobre el presupuesto de que el régimen alemán actual es por definición garante de la democracia y las libertades en contraste con lo ocurrido durante el nazismo y en la RDA. Es decir, se trató de una demanda política que buscó descalificar desde sus fundamentos mismos al régimen caído, para mostrar la superioridad de los valores de la RFA. (Kott, 2002: 25)
En forma similar a lo ocurrido en Rusia, los trabajos que apresuradamente fueron publicados en Alemania reactualizaron la llamada teoría del totalitarismo (inspirada en la obra de Hanna Arendt, y más reciente en Carl Joachim y Zbigniew K. Brezinski) y pusieron toda su atención en las características del poder del viejo régimen, “insistieron —escribe quien fuera director del Centro Marc Bloch de Berlín— en dar prioridad a su naturaleza represiva y multiplicaron las comparaciones con el nazismo para subrayar mejor las similitudes y continuidades entre los dos regímenes. Denunciante, globalizante y política, esa historiografía de primera hora hizo del partido Comunista este-alemán el actor principal sino exclusivo de la historia de la RDA.” (François, 1999: 340)
De acuerdo con este mismo autor, a diferencia de lo que ocurrió hasta mediados de los 90, ahora se ha estado abriendo paso una investigación histórica que guarda más distancia con las necesidades políticas, ideológicas y mediáticas que se impusieron tras el derrumbe de la RDA. Por lo demás, las dificultades y nuevos procesos políticos que se han desarrollado en Alemania, en donde, entre otras cosas, a resurgido el PSD como un partido con respetable fuerza electoral, obligan a diversificar los enfoques y las temáticas. (François, 1999: 342)

Los estadounidenses y los archivos comunistas

En cuanto el régimen soviético se vino abajo y, en consecuencia, en forma desordenada se abrieron algunos archivos soviéticos, diversas instituciones y empresas norteamericanas se lanzaron sobre ellos con la ambición de ser los primeros en obtener los grandes “secretos” comunistas. En ese ambiente, el mismo año de 1992, el Instituto Hoover y la empresa Chadwyck-Healy lograron un acuerdo con el nuevo gobierno ruso para microfilmar los documentos de algunos de los principales archivos de la URSS: el del PCUS, el del Estado y el del Soviet Supremo. En 1996 se firmó otro acuerdo para llevar a cabo proyectos conjuntos, del cual el Hoover obtuvo la posibilidad de tener 10 mil 534 carretes de película no sólo de los índices y catálogos detallados, sino de los documentos mismos que han sido desclasificados.
Entre la documentación que tiene este instituto se encuentran todos los expedientes de los congresos y conferencias del PCUS del periodo 1912-1952; los archivos de la Comisión de Control (1934-1966); la documentación de los distintos departamentos del partido, tales como el de finanzas, de propaganda, de trabajo ideológico (1939-1953); diversos censos y estadísticas de los miembros del PCUS y sus mandos dirigentes desde la revolución hasta la posguerra. También se encuentra una colección completa de los expedientes de la NKVD (denominación de la policía secreta en el periodo estalinista de 1934-45), así como todo lo relacionado con la administración y vida de los campos de concentración del Gulag hasta la amnistía de 1953.
En el año 2001 el Hoover microfilmó los archivos del poder judicial soviético, desde el Tribunal Revolucionario VtsIK(1917-1918) y del Tribunal Supremo (1918-1967) incluida la documentación más importante de las Cortes. Asimismo, cuenta ahora con una importante cantidad de microfichas del archivo del Consejo de Ministros de la URSS (1922-1958), del Soviet Supremo de la URSS y de la Cruz Roja de Moscú, que documentan entre otras cosas las condiciones del sistema penitenciario estalinista. (Hoover)

Con esta documentación, el instituto norteamericano publicó por separado una guía del conjunto de documentos (“la colección más relevante de documentos que han salido de la URSS desde su colapso”) presentados por B. Yeltsin ante la Corte Constitucional de la Federación Rusa para iniciar el proceso contra el PCUS y declararlo ilegal por violación a las normas internacionales y los derechos humanos. La guía describe más de 3 mil documentos que abarcan lo mismo las purgas de la época estalinista; la operación de los campos de concentración, el financiamiento de los partidos comunistas de otras partes del mundo, la acción de las instituciones de seguridad interna (desde la NKVD hasta la KGB) y la actividad de espionaje y “subversión” contra otros gobiernos, así como su política en los países bajo su influencia en Europa del Este, entre otros. (Hoover: Fondo 89)
Paralelamente, el Instituto Hoover concluyó en 2001 el proyecto de microfilmación de la documentación que fue reuniendo el Museo de la Cultura Rusa de San Francisco. Con este proyecto y el sitio Web que ha creado para el Museo, además de documentar la historia de diversos personajes de la oposición anticomunista rusa, esta institución participa de manera directa en el esfuerzo de creación de una memoria “Gran-rusa”.
Por lo demás, desde la caída de los regímenes del llamado socialismo real el Instituto Hoover ha ampliado enormemente sus colecciones sobre la historia de todos los países del Este europeo. De acuerdo con su propia información, es de particular importancia el archivo que ha reunido de la historia comunista de Polonia, en el que guarda una enorme cantidad de documentos originales de esa época, lo cual lo convierte en el archivo más importante existente, incluso más que el que pudieran tener los propios institutos polacos.
Además de este existen otros proyectos institucionales, tales como los de la Biblioteca del Congreso en Washington la cual, entre otras cosas, adquirió buena parte de los materiales originales del Partido Comunista de Estados Unidos enviados a Moscú durante el macartismo y que abarca los años de 1912 a 1944, aunque la mayor parte de lo adquirido por esta biblioteca llega hasta 1936 y cuya guía ha sido publicada recientemente. (Haynes) Otro gran proyecto de la Biblioteca del Congreso norteamericano es el CD-Rom que contiene los catálogos de los archivos soviéticos.
Innumerables son los libros que en los Estados Unidos han sido publicados con atractivos títulos que publicitan y remarcan su procedencia de los que llaman “archivos secretos” de Moscú. La Universidad de Yale ha creado una colección especial entre sus publicaciones, dedicada a la historia del comunismo bajo el nombre de Annals of Communism. Casi todos los libros de esta colección contienen documentos provenientes de los archivos soviéticos y, con frecuencia, junto al editor americano aparece un editor ruso. Entre los más recientes podemos citar el libro El expediente de la KGB de Andrei Sajarov, publicado en 2005, por Joshua Rubenstein y Alexander Gribanov; el libro La guerra contra el paisano: 1927-1930 de varios autores también de 2005; el libro La historia del GULAG: de la colectivización al gran terror de Oleg V. Khlevnyuk, que apareció en 2004; y el R.W. Davies, Oleg V. V. Khlevnyuk y E. A. Rees (2003) en el que se publican 177 cartas entre Stalin y Lazar Kaganovich, del periodo de 1931 a 1936; el de William J. Chase (2002), con documentos recién desclasificados sobre la actitud de la IC ante las grandes purgas y los efectos de ella en sus filas; el de Ronald Radosh, Mary Habeck y G.N. Sevostianov (2001), con documentos desclasificados para su publicación en este libro del Archivo Militar Ruso, sobre la participación de la Unión Soviética en la guerra civil española; el de Alexander Dallin y Friedrikh I. Firsov (2000), de la correspondencia entre Stalin y Dimitrov, durante el periodo en el cual este último fue cabeza de la Internacional Comunista; el de William Taubman, Sergei Jruschev (hijo de N. J.) y Abbott Gleason, con nueva documentación sobre Nikita Jruschev; los dos tomos (uno de 1995 y el otro de 1998) de documentos del la IC y de los archivos del partido comunista de EUA sobre las actividades de este partido, en el que junto a Harvey Klehr y John E. Hayens, participaron los dos respectivos directores del RGASPI; el libro de J. Arch Getty y Oleg V. Naumov (1999), sobre el terror estalinista, traducido también al español; el del historiador y miembro del Consejo Nacional de Seguridad con Reagan, Richard Pipes, (1996) con documentos inéditos de Lenin
La Universidad de Yale ha desarrollado también varios proyectos de publicación en asociación con los respectivos archivos rusos, entre los que destacan el de los documentos sobre la matanza de Katyn; el asesinato de Kirov; el reporte Shvernik sobre el terror bajo Stalin; la política bolchevique ante la iglesia; tres volúmenes sobre la vida en el Gulag y otro sobre el sitio de Stalingrado durante la invasión nazi.
Fuera de esta colección, la Universidad de Yale ha publicado también una importante cantidad de libros que documentan, por una parte, las actividades de espionaje soviético y, por otra, que analizan la caída de la Unión Soviética.
De igual forma, la Universidad de Harvard ha impulsado en su proyecto Cold War Studies una gran cantidad de investigaciones sobre el régimen comunista y publicado un número considerable de libros sobre el tema. Entre ellos, recientemente publicó uno titulado “Análisis de la CIA sobre la Unión Soviética, 1947-1991”. Su archivo en línea ha traducido interesantes documentos rusos de momentos difíciles de la Guerra Fría.
También el Woodrow Wilson International Center for Scholars, de Washington, desarrolla el Proyecto Internacional de Historia de la Guerra Fría, en el marco del cual ha publicado un buen número de libros basados en investigaciones en los archivos rusos, tales como la política soviética en la guerra de Vietnam; el conflicto chino- soviético; China y el Pacto de Varsovia, entre varios otros, financiado por la Fundación John y Catherine T. MacArthur. Las temáticas sobre las cuales ha traducido y puesto también en línea centenares de documentos (presentados siempre como “ultra secretos”) provenientes de los archivos rusos, principalmente del archivo del Ministerio de Asuntos Extranjeros, son, entre otros, la guerra de Corea; la crisis de 1956 en Polonia y Hungría; la crisis de los misiles en Cuba; la crisis polaca de 1980-1981; la invasión soviética en Afganistán y sobre el fin de la Guerra Fría.
Los norteamericanos también han incursionado ya en otros archivos comunistas, como es el caso de Polonia, Hungría; Rumania, entre otros. La Universidad de Pittsburg, por ejemplo, además de su “Soviet Archive Project” en el que ha publicado numerosas guías y descripciones de los archivos rusos y sustentar otro proyecto sobre la disidencia soviética, ofrece en su página Web una detallada descripción del archivo de los comunistas rumanos.
Si bien de la inmensa producción que han realizado en estos años está mediada en gran medida por el escándalo mediático y la búsqueda de reafirmación de los valores y estereotipos que elaboró el gobierno estadounidense a lo largo de muchas décadas en su combate al comunismo, hoy existen algunos trabajos que se atienen claramente al rigor científico y que escapan de los esquemas establecidos. Tal es el caso, que ya hemos citado, de Moshe Lewin, reconocido sovietólogo que en los últimos años ha publicado varios libros en los que revisa sus propias investigaciones a la luz de la nueva documentación y aporta interesantes análisis críticos.

¿Una nueva etapa?


Ciertamente no hay un claro acuerdo entre los investigadores del comunismo sobre el valor que ha tenido el libre acceso a la gran cantidad de documentos de los muchos archivos de los comunistas de que hoy se dispone.
Aunque podemos decir que hay indicios de que estamos empezando un nuevo momento en el que tomará la palabra la ciencia de la historia, lo cierto es que hasta ahora lo que predominó fue un entusiasmo desmedido por el acceso a una enorme cantidad de documentos que hablarían por sí solos.
Hacia mediados de los años de 1990, algunos historiadores comenzaron a preocuparse por advertir sobre el uso acrítico que se hacía de la nueva documentación. Frente a los excesos cometidos recordaban que, como todo archivo, estos debían ser sometidos a un serio cuestionamiento sobre la validez de las fuentes, con un riguroso respeto por las reglas éticas y metodológicas, para dar lugar a preguntas pertinentes que permitieran el trabajo de interpretación y reconstrucción histórica. Como ha dicho Étienne François:
“Uno comienza a darse cuenta que no todo es tan simple, que los nuevos archivos no son la boca de la verdad, que como todos los archivos, estos deben ser sometidos a una crítica exigente de las fuentes, que su manejo no puede hacerse sino a condición de respetar las reglas éticas y metodológicas elementales, y que aún bien utilizadas e interrogadas a partir de cuestionamientos pertinentes, ello no dispensa al historiador de su trabajo habitual de reconstrucción y de interpretación y no dan respuesta a todo”. (François, 1995: 147)
Más allá de la manipulación de inescrupulosos medios de comunicación o de aquellos que trabajaron para estos desde su posición de investigadores académicos, la embriaguez por la cantidad de documentos hizo olvidar exigencias básicas de la labor de los investigadores. Frente a ello, Etienne François también se vio en la necesidad de recordar que el historiador está obligado a criticar las fuentes documentales; a recordar que éstas sólo hablan a partir de que se les interroga y que la calidad de las respuestas depende de la calidad de las preguntas; a no pretender que las fuentes digan todo y, finalmente, a mantener una postura ética que pide del investigador ser particularmente prudente y escrupuloso, guiado por una rigurosa concepción de búsqueda de la verdad histórica. (François, 1995: 147-150)
Para varios historiadores, después de esa etapa de euforia por la enorme cantidad de documentación disponible y agotado el escándalo mediático, estamos en un momento en que comienzan a aparecer estudios que gracias al sustento documental han renovado las temáticas y los cuestionamientos sobre la historia del comunismo. Brigitte Studer, que se pregunta si la “revolución archivística” produjo una revolución historiográfica, considera que aunque la investigación no ha evolucionado de manera lineal y en un primero momento podemos observar, incluso, una regresión metodológica, finalmente ha producido numerosos aportes gracias a la nueva documentación y ha renovado el interés por la historia del comunismo. La apertura de los archivos, sostiene, ha “favorecido la renovación de los cuestionamientos y la propia emergencia de nuevas problemáticas en la historia del estalinismo y el comunismo”. (Studer, 2002: 62)
Otros, en cambio, son más escépticos sobre el impacto de la apertura de los archivos. Para Nicolas Werth la apertura de los archivos “no ha revolucionado las posturas, ni permite, hasta el presente, pasar a una síntesis. Ello queda aún por hacer. En la etapa actual, la primer tarea, ingrata y larga, es con mucha frecuencia clasificar las fuentes, reconstruir la trama, limpiar los estratos de aproximaciones y de simplificaciones, verificar las hipótesis emitidas por la inmensa producción teórica acumulada durante decenios de “sovietología” sin archivos y de proponer nuevas, a la luz de los documentos hoy accesibles.” (Werth, 1996: 12)

Para el historiador norteamericano Arch J. Getty, quien en su trabajo sobre el estalinismo confiesa haberse sentido abrumado por la cantidad extraordinaria de documentación que iba apareciendo sin cesar, la posibilidad de acceder a los archivos rusos le replanteó varias de las afirmaciones que había sostenido en sus trabajos anteriores. Entre otras, señala que “la distinción que había establecido entre las purgas de los miembros del partido a principios de la década de 1930 y, más entrada la década, el terror era demasiado categórica y carente de matices”. Getty sostiene la discutible idea de que la documentación ahora disponible borra toda idea sobre la existencia de grupos de bolcheviques organizados en contra de la violencia desatada en el estalinismo y prueba que había un consenso sobre su utilización. Asimismo, para este investigador los archivos de la policía secreta ofrece la prueba de un número bastante menor del que siempre se manejó en occidente de víctimas del terror (Getty y Naumov, 2001: 10). Según él: “No debería ser necesario inflar artificialmente el número de víctimas hasta decenas de millones para sentir en carne propia el horror del estalinismo” (Getty y Naumov 2001: 12). Moshe Lewin precisa también las cifras reales de las víctimas del estalinismo en unas diez veces menor de la que se llegó a manejar con anterioridad (Lewin 2002:513-516).
Este historiador, que ha tenido acceso directo tanto a las fuentes documentales como a la producción actual de los investigadores rusos, reconoce también que ello le ha permitido una autoevaluación de su obra anterior. Como él mismo señala en la introducción de su último libro:
“Fundar mi investigación sobre nuevos materiales, provenientes de archivos, Memorias, autobiografías o colección de documentos, es aquí un objetivo en sí mismo. Pero es también para mí una forma de autoevaluación: una vez consultada tal masa de fuentes nuevas, ¿qué queda de mi comprensión anterior del fenómeno soviético, en qué es modificada, en qué me he equivocado?” (Lewin, 2003: 9)

Tales ejemplos muestran que la información disponible comienza a permitir la realización de trabajos más precisos que revisan aspectos de las interpretaciones anteriores. Sin embargo aún se está lejos de superar los esquemas ideológicos en los que se ha encerrado la comprensión de un fenómeno de enorme complejidad y riqueza como es el comunismo del siglo XX.
Ciertamente, pese al éxito inaudito de un libro como “El libro negro del comunismo”, que ha sido traducido a veintisiete lenguas y ha vendido cerca de un millón de ejemplares, libro que a lo largo de centenas de páginas se recrea en la violencia, real o supuesta, del comunismo y no hace sino documentar la idea preconcebida sobre el carácter criminal de este fenómeno que, según los autores, le es connatural, el tiempo empieza a dar razón a quienes señalaron la falta de ética y criticaron la utilización con fines políticos del trabajo de investigación sobre esta temática.
De alguna forma, el problema quizá mayor que representó la situación descrita fue el retorno de viejos esquemas que un infatigable y meritorio esfuerzo de investigadores, que pese a contar con pocas o nulas fuentes, habían logrado superar en los decenios previos a la caída del Muro de Berlín.
Bajo el presupuesto que sostiene a esos esquemas hoy renovados, a fines del año 2005 fue presentado ante la asamblea parlamentaria del Consejo Europeo un proyecto de resolución de condena al comunismo. En el texto titulado “Necesidad de una condena internacional a los crímenes de los regimenes comunistas totalitarios” se partía de la equiparación del comunismo y el nazismo, señalando que mientras este último había sido ya juzgado y condenado, no había ocurrido lo mismo con el primero. A partir de lo cual no sólo se proponía una condena a lo ocurrido en el pasado, sino se planteaba la necesidad de impugnar e incluso prohibir las actividades de los partidos y movimientos que hoy día se reivindican comunistas. Pese a la protesta que concitó, tal propuesta fue aprobada por la Asamblea pero no obtuvo la mayoría de dos tercios para poder ser implementada.
Este hecho reciente muestra los propósitos implícitos de esa encarnizada disputa por la memoria del comunismo.





Fuentes y referencias

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Repensar a los comunistas en América Latina

Dra. Elvira Concheiro Bórquez

Introducción:
América Latina es una región que ha sufrido enormes cambios que han afectado de manera dramática las condiciones de vida de la mayoría de su población. Las políticas neoliberales seguidas durante los últimos decenios han profundizado la desigualdad y provocado un mayor atraso económico y social, de forma que hoy se está más alejado del desarrollo, de la equidad y de la inclusión política y social que en los años setenta del siglo pasado. Es éste el resultado de una profunda y persistente expoliación por parte de los países centrales del capitalismo globalizado y de las nuevas formas de explotación del trabajo que éste ha impuesto en el mundo entero.
Durante la última década, en respuesta a esta lacerante situación, se han producido importantes movimientos sociales que de diversas formas y a través de muy diversos medios, han cuestionado el rumbo seguido. Es por eso, también, que podemos decir que este es un momento en el que las izquierdas latinoamericanas, muchas de las cuales han triunfado y son hoy gobierno o han estado muy cerca de serlo, enfrentan grandes posibilidades, pero también enormes retos que merecen ser analizados.
No es el propósito de este trabajo adentrarnos en tan basto e importante asunto. Tan sólo queremos señalar que las expectativas de retorno de las izquierdas que han provocado las multitudinarias movilizaciones realizadas en prácticamente todos los países de América Latina y el Caribe, y, sobre todo, los procesos de cambio iniciados, en particular, en Venezuela, Bolivia y Ecuador, reclaman el análisis de la crisis por la que las izquierdas han atravesado las últimas décadas así como la recuperación de lo mejor de su herencia, con el propósito de poder responder al urgente desafío de construir un proyecto de transformaciones de gran alcance.
Pese a esta apremiante necesidad de contar con perspectivas generales que den sentido a las múltiples luchas que brotan incesantemente ante el deterioro creciente de las grandes mayorías, lo cierto es que, en términos generales, los esfuerzos aún se pierde en múltiples e inconexas reivindicaciones y, con frecuencia, sus análisis y denuncias de la injusticia y la desigualdad que prevalece en el mundo se extravían en el laberinto de la pobreza y la falta de oportunidades. Se reivindica un mundo sin injusticia, sin miseria, sin desigualdades, sin exclusión, sin autoritarismo ni violencia, pero ¿cómo lograrlo? Las miras, hasta ahora, se detienen en la exigencia de una distribución más equitativa y de creación o ampliación de espacios de participación. Aunque en el espacio latinoamericano lo mencionado resulta no ser de poca importancia, lo cierto es que las raíces que provocan tal desigualdad y regatean continuamente la democracia, permanecen incólumes.
En las limitaciones mencionadas se expresan tanto la desarticulación de las fuerzas de izquierda como las derrotas sufridas por los trabajadores a nivel mundial o, dicho en otras palabras, la pérdida de centralidad del conflicto entre el capital y el trabajo. Lo cual ha provocado que aparezca en la escena política y social “una conflictividad puntual y episódica, fuerte e impetuosa pero al mismo tiempo incapaz de unificar un movimiento social según el objetivo de una reforma del sistema.”
No obstante, en los últimos años el múltiple y disperso proceso de resistencia ha dado lugar a una terca búsqueda en la que han empezado a reconstruirse las izquierdas y a surgir algunos movimientos que, a falta de una pertinente denominación positiva, simplemente se reconocen como “anticapitalistas”. También se han producido un sinnúmero de movimientos y organizaciones que aunque no se designen de alguna forma específica, sus acciones empiezan a estar orientadas al cuestionamiento del régimen socioeconómico de nuestros días o, al menos, de aspectos importantes de este.
De forma simultánea, en Venezuela, Bolivia y, más recientemente, en Ecuador, han accedido al gobierno fuerzas que pugnan por un cambio de rumbo en forma más nítida y radical, abriendo paso a complejos procesos que están en curso y reclaman una nueva reformulación del proyecto anticapitalista. El reto que ha lanzado la revolución bolivariana de pensar el socialismo del siglo XXI; así como la exigencia de desplegar el proceso de descolonización que ha emanado de nuestros pueblos originarios y, en particular, tanto de la selva lacandona como de la cordillera de los Andes, nos obliga a repensar qué puede significar hoy el “anticapitalismo”, o más aún, nos impele a repensar el proyecto de sociedad que debiera superar a la actual.
Estos retos, sin embargo, se han topado con una profunda dificultad, perplejidad, confusión, ausencia de debate, desconcierto, que no permiten aún levantar realmente la mirada y ensanchar el cauce de la elaboración de alternativas emancipadoras. Y es que en esta resistencia, que también es incapacidad, hay historias con las que no se han ajustado cuentas, fenómenos que no han sido analizados y comprendidos, particularmente en relación con el comunismo del siglo XX, el más audaz intento de superar el capitalismo, pero también por ello, el más frustrante y malogrado.
Es, por tanto, nuestra convicción que analizar críticamente la experiencia comunista del siglo XX, su historia de victorias y fracasos, así como su final derrota, como parte medular de la crisis por la que han atravesado las izquierdas del mundo entero, se convierte día a día en una urgencia de la lucha emancipadora de nuestros pueblos.
Si en el terreno de la lucha política ha estado prácticamente ausente el análisis de esta y otras experiencias pasadas, en forma paradójica, en las últimas décadas en particular el fenómeno del comunismo del siglo XX ha sucitado gran interés en espacios académicos (sobre todo norteamericanos), que llevó a la realización de un gran número de estudios. Aunque hacia mediados de la década de los años noventa la mayor parte de esos estudios sobre el comunismo tuvieron un claro propósito político e ideológico, encaminado a presentarlo en forma simplificada como un fenómeno reducible y claramente identificable con las peores atrocidades cometidas en el siglo más violento y destructor de la historia humana, lo cierto es que el interés se ha mantenido, animado sobre todo por la enorme cantidad de documentación que salió a la luz tras la caída de los regímenes del este europeo.
En lo que se ha convertido en una amplia revisión de aspectos medulares de la historia del siglo XX, el esquema interpretativo dominante, cuyos términos no difieren sustancialmente de los utilizados durante la llamada Guerra Fría, ha marcado la pauta de gran parte de las publicaciones realizadas sobre el comunismo, de forma que se han generalizado una serie de estereotipos con los que siempre se denigró a los comunistas, en los que se presentan como hechos comprobados todo aquello que durante décadas no fue más que propaganda ideológica. Ahora se exhiben documentos secretos con los que se recrea el carácter conspirativo y criminal de un complejo fenómeno que ha sido reducido, casi exclusivamente, a una obscura y totalitaria fuerza al servicio del estado soviético. De forma que estamos ante una situación en la que una rica experiencia histórica, acontecimientos extraordinariamente complejos y contradictorios, así como personajes con vivencias intensas, quedan reducidos a unas cuantas frases repetidas y a una trillada estigmatización.
Es pertinente considerar que hoy existen las condiciones para que el conflicto que subyace en toda sociedad contemporánea, y que en América Latina se ha hecho más visible en los procesos de la última década, pueda ser –tal como escribe Pietro Barcellona— “rediseñado sobre la cuestión fundamental de la actualidad del comunismo en términos absolutamente no reconducibles a las estructuras y a las instituciones de las experiencias de los países del Este (del socialismo estatista, economicista y burocrático –y autoritario, habría que agregar--) ni al paradigma economicista de la redistribución compensatoria de las políticas socialdemócratas”.
Pero para que esto sea posible, es ineludible el conocimiento y análisis de esas experiencias emancipadoras que produjo el siglo XX y que fracasaron.

Estudiar críticamente al comunismo desde y en América Latina
En primer lugar, es evidente que el fenómeno comunista plantea un conjunto de hechos e ideas extraordinariamente amplio y complejo, que no permite que se le reduzca –al menos sin distorsionarlo, como se ha hecho—en una sola de sus facetas. Por el contrario, se hace indispensable estudiarlo desde una mirada amplia y compleja que permita entender la intrincada interrelación del comunismo como una corriente de pensamiento de alcance universal, como un movimiento político revolucionario presente en todo el planeta a través de múltiples formas y acciones y como una expresión estatal que involucró por décadas a más de un tercio de la humanidad y fue componente esencial de la geopolítica mundial, sobre todo durante la segunda mitad del siglo XX.
En otras palabras, frente a la potente construcción ideológica dominante no sólo hace falta una rigurosa reconstrucción histórica de la experiencia comunista que hoy, como nunca antes, es posible gracias a la montaña inmensa de documentos resguardados en los archivos comunistas abiertos apenas en la última década del siglo pasado; sino también es necesario un serio replanteamiento metodológico que permita, entre otras cosas, el desmontaje de ese encadenamiento que comparten la derecha y la izquierda dogmática, que inicia con Marx, pasa por Lenin y llega a Stalin (y a Mao en el caso de China), en lo que se refiere a la emblemática personificación del comunismo; o el desmantelamiento de ese otro encadenamiento, tanto o más perverso, que identifica el comunismo con el bolchevismo, con el estalinismo, con el totalitarismo, en el que el terror y los asesinatos estalinistas son principio y fin que explica todo y hace desaparecer toda diferencia con el nazismo, arrimando hacia el olvido, entre otras muchas cosas, a los millones de muertos provenientes del bando comunista que dejó la Segunda Guerra Mundial.
Con un enfoque diverso podremos distinguir lo que de manera evidente es distinto, aunque mantenga vínculos y relaciones (por momentos acompasadas, por momentos tensas) que resultan en un enmarañado y complejo fenómeno de la mayor importancia. Distinguir, por ejemplo, lo que son numerosos actos de lucha justiciera por transformar las ominosas condiciones de vida y trabajo, de lo que es la lógica de Estado de una gran potencia, es decir, distinguir lo que fueron las luchas y revoluciones encabezadas por los comunistas de lo que representó el poder del Estado soviético. Distinguir, también, lo que ha sido resultado de lo más avanzado del pensamiento social, como proyecto de transformación radical, de lo que fue su uso y encajonamiento ideológico con fines de dominio; es decir, diferenciar a Marx y los marxistas del llamado marxismo-leninismo; así como el pensamiento de Lenin del leninismo.
Con lo anterior, no pretendemos sugerir algún tipo de justificación, también frecuente en el campo de las izquierdas, o pretender relativizar o desdibujar lo que sin duda es también un componente sustancial del fenómeno comunista del siglo XX, es decir, su historia de crímenes y dictaduras. Por el contrario, de lo que se trata es de proponer simplemente el soporte de las condiciones mínimas para estar en posibilidades de analizar críticamente y comprender esa experiencia y su derrota, al margen de determinaciones ideológicas unilaterales que, particularmente en este tema, son tan frecuentes.
Es indispensable insistir en una visión que sea rigurosa en el análisis histórico, pues con demasiada frecuencia en los estudios que hemos mencionado se filtran imprecisiones o se desvanecen los datos, las fechas precisas que dan sentido a hechos, mismos que, como veremos, sacados de su contexto preciso adquieren un sentido muy diferente.
Ahora bien, lo dicho hasta aquí implica principalmente a los estudios que en el mundo, particularmente anglosajón pero también de los países que anteriormente conformaron el llamado “campo socialista”, se han realizado desde la caída de estos regímenes, pero ¿qué ha sucedido en América Latina? ¿Cómo se ha estudiado el comunismo latinoamericano? ¿Cómo se representan y caracteriza a los comunistas en los países de la región? ¿Cuáles son los rasgos que se destacan de su inserción en el movimiento mundial? En otras palabras: ¿tenemos en y desde esta parte del mundo otras miradas para entender esta expresión política que, a decir de muchos, marcó distintivamente la historia del siglo XX?
En nuestra América --como la nombró José Martí--, el comunismo ha sido pobremente estudiado en general y, especialmente, en los países en los que los comunistas tuvieron poca fuerza política. Más allá de ciertas historias oficiales de los partidos comunistas (algunas, por cierto, no tan malas) o varios libelos anticomunistas, hasta hace poco eran sumamente escasos los estudios serios sobre el tema (y son aún menos los que alcanzaron el nivel, la agudeza y lo bien escrito de los textos sobre el comunismo salvadoreño, y más precisamente sobre las memorias de Miguel Mármol, uno de sus fundadores, que nos dejó el poeta comunista Roque Dalton). Con ello, no desmerezco en ningún sentido los serios trabajos que han realizado investigadores como Arturo Taracena o Ricardo Melgar, en lo referente al comunismo en Centro América; Carlos Mazzeo o Marcos del Roio, sobre el comunismo brasileño; Hernán Camarero, Horacio Tarkus o Daniel Campeone, del comunismo argentino; Barry Carr, Martínez Verdugo u Horacio Crespo acerca de los comunistas mexicanos, por señalar sólo algunos.
Ciertamente, junto a estos importantes esfuerzos, en las últimas décadas, no sólo por el acceso a mayor documentación sino --paradójicamente-- por lo que aparece como ciclo conclusivo de su existencia, en América Latina, un poco más tarde que en otras partes, hemos visto aparecer, además de valiosas memorias de militantes y dirigentes comunistas, un número considerable de nuevos estudios sobre el comunismo que no reparan en la discusión conceptual señalada y que, en buena medida, reproducen elementos del esquema dominante.
Existe un primer implícito particularmente relevante en lo que se refiere al estudio del comunismo, dada la carga política e ideológica que siempre acarrea, pero que es muy cuestionable: los historiadores de hoy se presentan con la bandera de la “objetividad”. Ante lo cual, vale la pena señalar, con honestidad explícita, tal como atinadamente insiste Boaventura de Sousa, que nuestra objetividad, de cara a nuestras realidades, no puede ser neutralidad, porque --decimos nosotros-- la injusticia, la miseria, el sufrimiento, la exclusión y violencia que viven y han vivido nuestras sociedades no nos puede ser indiferente. De forma que el compromiso con las luchas que por superar esa situación se han dado y se dan hoy en América Latina, nos debieran dotar de una mirada comprensiva y analítica que, sin dejar de ser crítica, tenga sentido de pertenencia. Una pertenencia que no se ancla en el pasado, sino que se suma a la reinvención de la emancipación social a la que se refiere el sociólogo portugués. Esa es una de las primeras dificultades, y debiera ser, quizá, una de las primeras particularidades de las otras miradas que podemos tener quienes desde aquí estudiamos a los comunistas, lo mismo que a otras expresiones de las izquierdas.
El tema que abordamos reclama de los investigadores conocimiento y comprensión de lo que significa, por ejemplo, la militancia política, de lo que representan los símbolos y los ideales; de las construcciones teóricas que están detrás de las acciones; de los distintos significados que, en momentos diferentes, tienen los planteamientos políticos. Por lo mismo, la más rigurosa contextualización histórica, se hace aún más indispensable.
Y es eso lo que con harta frecuencia se elude, se omite o se manipula. Con los anteojos de un momento como el actual, en el que se enseñorea la desesperanza y la antipolítica, es sumamente difícil entender los lenguajes y las motivaciones con que se movían los comunistas. Si, además, no reflexionamos sobre los términos que han impuesto quienes, pilares de la guerra fría, se consideran vencedores, nuestras propias temáticas, y los instrumentos conceptuales con los que trabajamos estarán impregnados de una determinada ideología, aunque no seamos concientes de ello.
Habría, por tanto, que empezar por preguntarnos, como decía Franz Wieacker, el fundamento de nuestras preguntas. Eso debiéramos intentar como cimiento de un análisis sustentadamente crítico y enclavado en nuestra historia y nuestras realidades.

Los estudios sobre la Internacional Comunista en América Latina
En particular, nos detendremos aquí en el tema, que ha renovado el interés de los estudios recientes, de la presencia de la Internacional Comunista en América Latina. En primer lugar, porque el mismo nos remite a los orígenes, al momento en que surgen --y las causas que lo permitieron-- el conjunto de organizaciones que se adhirieron al movimiento comunista que emergió con fuerza tras la revolución rusa; asunto que desde siempre hubo quienes se empeñaron en presentarlo como una mera implantación de un fenómeno “externo”, ajeno a nuestra realidad, cargado en muchos sentidos de una connotación negativa (a lo cual contribuyó--con la exclusiva excepción del cardenismo mexicano--, sin duda, la fuerte afirmación nacionalista que se desarrolló en América Latina sobre todo en la primera mitad del siglo XX). Pero no sólo, sino también porque nos refiere a uno de los aspectos más controvertidos y, quizá menos entendidos, que es la interrelación de la esfera nacional y la proyección internacional que caracterizó de manera más definida al comunismo del siglo XX. Asimismo, es --el de la Internacional Comunista en AL-- un tema eludido siempre en las historias generales de la IC y en los que sólo encontramos un estudio más general realizado en la década de los ochenta por un historiador venezolano, junto a otro de un costarricense, pero sobre el que se ha reavivado un gran interés que, con la sola excepción del monumental trabajo del Diccionario Biográfico de la Internacional Comunista en América Latina (1919-1943), se ha canalizado en estudios muy específicos y locales. De forma que, en estos últimos trabajos, se sigue citando como la obra principal y como referente central el trabajo de Manuel Caballero, escrito sin acceso a la información contenida en los archivos hoy abiertos y la cual adolece, no sólo por lo anterior, de enormes deficiencias.
Repensar a los comunistas desde estas nuestras tierras obliga, tal como señala Jaime Massardo, en primer lugar, a desentrañar las características de una recepción; las peculiaridades de una relación con un “otro”; las maneras de apropiación y recreación; o, parafraseando a Mariátegui, de “creación heroica”.
Sin duda, la corriente comunista tiene su origen en tierras muy lejanas y en un contexto de profunda y sangrienta crisis --la de la Primera Guerra Mundial--, que involucra fundamentalmente a Europa. Como resultado de la irreversible --hasta ahora-- división del movimiento de los trabajadores del “viejo” continente, misma que termina por consumarse tras la segunda revolución rusa de 1917, el comunismo aparece como un poderoso movimiento sin fronteras.
Sin embargo, por la dimensión y alcance de la impronta revolucionaria rusa, ese potente movimiento tuvo desde sus inicios un localizado centro de irradiación, el cual, no obstante los lentos medios de comunicación de aquellos tiempos, no tardó tanto en llegar a todos los rincones de planeta.
No era, por cierto, la primera vez que los trabajadores de la “periferia” capitalista, tenían noticia y se sumaran a las luchas y organizaciones de sus pares europeos. Habría que mencionar, así sea de paso, la influencia que tuvo la Comuna de París en los principales centros fabriles de Latinoamérica, a donde sus hazañas y desventuras llegaron las más de las veces, en el equipaje intangible de los emigrados que poblaron las fábricas de Argentina, Chile, Estados Unidos, y tantos otros lugares. Sin duda, también, la Segunda Internacional, la Internacional Socialista, tuvo aquí presencia no sólo por la continua emigración de fines del siglo XIX sino ya, también, a través de publicaciones y textos que se reprodujeron en nuestra América, de forma que los primeros marxistas latinoamericanos reprodujeron la interpretación dominante en aquella organización y crearon a imagen y semejanza del partido alemán, sus propios instrumentos partidistas. El Partido Socialista argentino de Juan B. Justo sería el más notable de aquellos partidos.
De forma que, cuando en Europa los poderosos partidos obreros se hundían en una profunda división, para dar surgimiento a una nueva corriente que exigía la paz y se disponía a propagar su grito insurrecto para acabar con el capitalismo, en América Latina llegaban los ecos de la proeza de los trabajadores de la ciudad y el campo rusos, en buena medida a través de la prensa que se escandalizaba por la intrepidez bolcheviki, llevando a los revolucionarios latinoamericanos también a transformar sus partidos socialistas en comunistas.
Es innegable, por tanto, que el surgimiento de las organizaciones que se adhirieron al comunismo estuvo bajo el influjo de los acontecimientos lejanos que ocurrían a fines de la segunda década del siglo pasado. Sin embargo, lo relevante es que en América Latina existían ya los receptores de tal experiencia y del entusiasmo que generaba.
Aunque en Argentina, los ecos de la división de los socialistas, haría que en 1918 surgiera el Partido Socialista Internacional, sería en México donde, en 1919, naciera el primer Partido Comunista de estas tierras.
Aunque el proceso de conformación de los partidos adheridos a la Internacional Comunista fue largo y complejo, acorde con las muy distintas condiciones políticas de cada país latinoamericano, en los primeros años de la década de los años veinte surgieron el Partido Comunista de Chile (1921), cuando el Partido Socialista fundado en 1912 por Luis Emilio Recabarren, a instancias de él mismo cambia de nombre, lo mismo que el Partido Socialista de Uruguay y el Partido Socialista Internacional de Argentina, que aquel año adoptan el nombre de Comunistas; en 1922 se organizan los Partidos Comunistas de Brasil, a la cabeza del cual estaba el exlibertario Astrojildo Pereira, el de Guatemala y el de Honduras; en 1925 el de Cuba, con Julio Antonio Mella y Martínez Villena entre sus promotores; en 1926, el de Ecuador, en el que jugó importante papel el comunista mexicano Rafael Ramos Pedrueza, en 1928, el de Paraguay. Entre 1930 y 1931, surgieron los PC de Colombia, Bolivia, Costa Rica, El Salvador y Panamá. Uno de los últimos en adoptar el nombre de Partido Comunista sería el Peruano, que hubo de esperar a la muerte de José Carlos Mariátegui para dejar su denominación de Partido Socialista, en el que el Amauta persistía con propias razones, aunque estuviera adherido a la IC.
En la investigación de los orígenes de cada uno de esos partidos, hay sin duda una diversidad enorme de situaciones, motivaciones, personajes legendarios, que borran de un plumazo toda simplificación o reduccionismo.
Sin embargo, se sigue sosteniendo la visión sobre el surgimiento de los partidos comunistas basada principalmente en la idea de una “importación”, que lo entiende como un proceso ajeno al país en cuestión, en el que la intervención de los “agentes” del Komintern es definitoria. Tal es el caso de México, el cual es relatado por algunos como resultado exclusivo de las acciones de espionaje y diplomacia del “agente” Mijail Gruzenberg, mejor conocido como Mijail Borodin. Aún en el libro de Paco Ignacio Taibo sobre el origen del comunismo mexicano, que abunda en el relato de un proceso mucho más complejo (y por momentos novelesco), en el que la presencia de Borodin incide básicamente en el nombre del partido que venía conformándose y que, por tanto, no es sino uno de sus componentes junto a muchos otros, la actuación de aquél se explica por momentos como si se tratara ya de un espía ruso del tipo que mucha filmografía norteamericana propagó. En realidad, sobre todo si hablamos del año 1919, momento en el que este personaje arriba a tierras mexicanas, se trata de un audaz revolucionario dispuesto a vivir una incierta tarea y sus riesgos. Personaje que mantenía lazos amistosos con la primera presidenta de la Internacional Comunista, la cual le pide, dado que Borodin había pasado varios años de exilio en Estados Unidos, cruce el Atlántico para difundir la recién fundación de la IC y busque conversaciones con el gobierno de Venustiano Carranza para abrir paso al establecimiento de relaciones oficiales de la joven República Soviética con México.
En este, como en otros casos, es fundamental tener presente que en aquel tiempo el Estado soviético no era aún más que un prospecto profundamente afectado por la cruenta guerra civil, bastante alejado del que sería bajo el mando de Stalin. De forma que la manera de actuar de sus dirigentes y, aún más de los militantes bolcheviques, distaba enormemente de lo que sería la de los agentes de la maquinaria aceitada de la potencia roja que surgió en la posguerra. Lo contrario permite, sin duda, escribir entretenidas historias de espías, pero no un análisis histórico.

¿Cultura comunista o cultura kominterniana?
Otro aspecto que llama la atención en las actuales investigaciones es el hecho de que cada vez con mayor frecuencia se pone énfasis en el término “kominterniano” que llega a sustituir el de comunista: “hombres del komintern”, “emisarios kominternianos”, “cultura kominterniana”.
¿Qué significado adquiere ese sutil cambio? Al parecer, se trata de enfatizar la pertenencia o sometimiento a un centro mundial, y más puntualmente, a un centro soviético. Ciertamente, todo partido comunista se concibió desde sus orígenes como parte integrante de una organización mundial, como una sección de la IC (lo cual con frecuencia se exhibía en el propio nombre del partido). Sin embargo, como hemos señalado, ello no significó siempre simple ingerencia externa, o aún más, sometimiento a una determinada fuerza de Estado que define todo, lo somete, lo vigila y controla.
Tal como examina el estudio de Ricardo Melgar sobre los “cominternistas centroamericanos”, el proceso de inicio de una “cultura política cominternista” en América Latina no sólo debe ser fechado entre 1929 y 1933, sino que este debe ser entendido fundamentalmente como un proceso propio, es decir, inmerso en las luchas específicas de cada país o región, aunque tenga siempre el referente de Moscú. Sorprende, por lo mismo, que el autor no repare en la utilización excesiva del término cominterniano (aunque sea sin k).
El importante y, en muchos sentidos, impresionante trabajo realizado por Víctor y Lazar Jeifets y Meter Huber, pese a no utilizar el término señalado, deja, en este sentido, muchas dudas, sobre todo porque no hay precisión en lo que se entiende por los “colaboradores del aparato de la Comintern”. ¿Podría, entonces, considerarse kominterniano a todo aquel que mantuvo alguna relación (así sea fugaz) con los órganos de la IC? Cualquiera que haya participado en alguno de los congresos o reuniones de la IC? ¿Cualquier comunista o no que haya realizado en aquel tiempo un viaje a Moscú? Incluso: ¿Cualquier clase de vínculo con los comunistas lleva a tener relaciones con la IC? Así parece, tal como lo muestra el caso de Sandino, cuya biografía forma parte del mencionado libro sin que realmente se justifique.
No obstante lo señalado, es en otros estudios donde se revela de forma más nítida el sentido de la utilización del término que analizamos. Olga Ulilanova, historiadora del comunismo chileno, entiende de la siguiente manera la “cultura kominterniana”:
“…mesiánica y eurocéntrica, la destinación de sus delegados a diversos países se consideraba primordial para asegurar el curso adecuado de la revolución mundial. Sin conocer muchas veces en detalle las más diversas realidades nacionales, pero convencidos de poseer la nueva revelación que salvaría el mundo, los delegados de la Internacional creían ser protagonistas de la Historia, con mayúscula, una especie de nuevos profetas.”

¿Cuándo surge y a través de qué medios esta “cultura”? ¿Quiénes constituyeron o fueron parte de ésta? ¿Todos los comunistas que mantuvieron relaciones con la IC? ¿Todos los extranjeros que participaron de acciones comunistas? ¿Eran parte de ella militantes como Julio Antonio Mella, Farabundo Martí o José Carlos Mariátegui, quienes sin duda participaban de la convicción revolucionaria comunista y, como en el caso de los primeros, estuvieron dispuestos a ofrendar su vida en una lucha que para ellos no tenía fronteras?
En realidad, muchos ejemplos podrían ponerse de militantes comunistas que habiendo, por ejemplo, viajado a Moscú a algún congreso; enviado informes de sus partidos, o incluso haber tenido alguna “misión” por encargo del Ejecutivo comunista, distan mucho del estereotipo del “hombre kominterniano”, del “agente” o “informante” en el que, como hace Ulianova, fácilmente se ubica a todo aquel que tuvo vínculos directos con la IC. Justamente los casos de Mella, Martí y Mariátegui, no sólo por ser lo más conocidos, ponen en cuestión tal calificativo. Comunistas que nunca concibieron su militancia más que en plena libertad para expresar sus convicciones, al margen de que estuvieran o no en la “línea” de la IC o de sus partidos. En el caso de Mella, incluso, ocurrió, por el contrario, una intervención del agrupamiento internacional para revertir lo que era, sin duda, un exceso disciplinario, por decir lo menos, de la dirección de su partido.
Auspiciada por el acceso a nueva documentación, parte de la historiografía se ha centrado en una verdadera reconstrucción “arqueológica”, en la que momentos que se consideran “oscuros”o personajes que su actividad encubierta mantuvo ocultos o desconocidos para los historiadores, son indagados minuciosamente. En un mundo repleto de momentos de clandestinidad y duras represiones, hay, sin duda, un enorme trabajo de “investigación detectivesca” para averiguar a quién protegía un seudónimo, qué documento prueba tal o cual acción no reconocida por los comunistas, quiénes movían los hilos de una representación que no se sabe bien a qué respondía, etcétera. Todo lo cual con frecuencia se realiza desde una óptica que, ajena a y desconocedora de los ámbitos de la militancia política y minimizando en los hechos las duras condiciones en las que actuaron los comunistas, muestra profundo desprecio por la voluntad, el coraje y la decisión de sencillos hombres y mujeres movidos exclusivamente por la convicción de poder construir sociedades sin desigualdad y opresión. Una perspectiva que de antemano parte de considerar absurdas las pretensiones revolucionarias (¡más aún si se trata de una revolución mundial!); descabellados sus propósitos; criminales sus métodos; ajeno a nuestra “tradición” que vendría siendo, en suma, el comunismo en América Latina.
En relación al asunto de la “revolución mundial” al que alude Ulianova al definir esa “cultura kominterniana”, no podemos dejar de señalar que se trata de un asunto destacado por más de un historiador del comunismo, pero muy pocas veces abordado con rigurosidad. Por lo demás, es muy cuestionable que se maneje sin distingos más allá de 1924 cuando la IC, tras el fallido y último intento insurreccional en Alemania, resuelve que la situación mundial es de “estabilización del capitalismo”. Ciertamente, la IC se diferenció permanentemente de la socialdemocracia en su política revolucionaria, aunque pasó por diversas etapas en las que el tono insurreccional se modificó; pero lo que significó entre 1917 y 1924 la idea de la revolución mundial nunca volvió a ser la misma tras el debate encabezado por Stalin sobre la construcción del “socialismo en un solo país”.
En el caso de la lectura latinoamericana de lo que podría significar la dimensión mundial de la lucha comunista, por señalar otro ejemplo, ¿se recupera acaso el planteamiento de Julio Antonio Mella que la hacía empatar con la tradición bolivariana? Ciertamente no.
¿Medias verdades? ¿Énfasis en unos aspectos y rápida mención a otros? ¿Omisiones deliberadas? En estos términos, la falta de rigor analítico no resulta tan inocente. Cuando la mayor parte de los estudios no destacan, ni se detienen a desentrañar, los cambios operados en el seno de la Internacional Comunista, ciertamente a los pocos años de fundada, en el interregno que va de la enfermedad y muerte de Lenin al dominio pleno de Stalin, no sólo incurren en falta de precisión histórica, sino que con ello asumen uno de los sustentos del paradigma dominante que hace aparecer como un proceso continuo, sin rupturas ni resquebrajamientos, la historia del comunismo, la cual, por tanto, no tuvo ni podía tener otro sentido que el gulag.
Es necesario insistir en que al no diferenciar lo que fue el comunismo como movimiento revolucionario y lo que fue como fuerza de Estado (particularmente del Estado bajo el estalinismo que lo define todo, lo somete, lo vigila y controla), el análisis sobre la Internacional Comunista está incapacitado para comprender su complejidad y desentrañar su significado. En este sentido, es relevante analizar, por ejemplo, que se trata de un agrupamiento que, en un primer momento, expresa claramente al mencionado movimiento y, después, queda en el lidero y bajo la permanente tensión de no ser un órgano estatal, pero estar bajo control del partido-Estado soviético; una organización que representa una diversidad extraordinaria en permanente cambio, pero encorsetada pronto bajo rígidas directrices centralizadas.
Si recordamos, por ejemplo, la obra de Aldo Agosti, que investigó sobre los primeros y diversos componentes de la nueva Internacional, hecho que produjo acalorados y enriquecedores debates; si no olvidamos la defensa de los anarquistas perseguidos que, ante Lenin, hicieron varios delegados al tercer congreso de la IC; si tenemos presente la feroz disputa entre los líderes bolcheviques tras la muerte de su principal dirigente, de la que pudo dar cuenta Antonio Gramsci todavía en 1926; si rememoramos la lucha intensa y directa que, hacia fines de los años veinte, aún podía dar Trotsky contra el nuevo secretario general del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (b), nos daremos cuenta de lo diferente, pese a las 21 condiciones aprobadas en 1921, que esta organización será menos de una década después.
El rechazar el camino fácil que nos encajona en una sola de sus facetas, el estalinismo, no significa que se pretenda eludir el hecho contundente que éste representa en la historia del comunismo. Por el contrario. De lo que se trata con esta insistencia es de reclamar una historicidad precisa y una concepción abierta sobre el comunismo que permita comprenderlo en su devenir, en sus contradicciones, en su entramado problemático.

América Latina en la Internacional Comunista
Por último, es necesario abordar un aspecto sobre el cual existe una paradoja. Por un lado, se ha señalado con insistencia (de forma que más parece reproche), que la Internacional Comunista no le dio la misma relevancia a América Latina que la que dio a otras partes del mundo, primero especialmente a algunos países europeos (Alemania, sobre todo), luego a China. Pero, por otro lado, se sostiene la idea de un permanente intervencionismo marcado, además, por la incapacidad de los dirigentes de la IC de captar la realidad de nuestros países.

¿Distancia con la problemática latinoamericana? ¿Se trató siempre de simple traslado mecánico de una política elaborada en Moscú? ¿Fue siempre así? Veamos.
En relación a la primera interrogante, no deja de ser, en cierta forma, sorprendente. ¿Acaso podía ser de otra manera? Lo cierto es que la lucha política más intensa, en los momentos en los se derrumbaban los viejos imperios como resultado de la Primera Guerra Mundial y la revolución rusa se debatía entre la vida y la muerte amenazada por el “cerco sanitario” impuesto por todas las potencias europeas, se desplegaba en otras partes, no en América Latina.
Por otra parte, los comunistas --como todas las corrientes políticas de la primera mitad del siglo XX-- no escapaban, ciertamente, de una visión eurocéntrica que dominaba el mundo. Si consideramos lo presente que aún está dicha visión, quizá podamos entender las profundas raíces que tiene y lo difícil que resulta su desmontaje. Con esto, no se quiere justificar una posición, sino tratar de entender en su momento, el complejo entramado cultural en el actuaron los comunistas y, a partir de ello, explicar su proceder, evaluar sus limitaciones y reconocer sus avances.
A partir de esta posición, más bien no deja de llamar la atención que, pese a la distancia y la carga eurocéntrica, en una declaración, publicada en enero de 1921 en L’ Internationale Communiste (num. 15), el Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista tratase por primera vez el tema latinoamericano, con bastante conocimiento (que hace pensar en la intervención de algún comunista cercano a estas realidades) y acierto. En éste, ciertamente, no se deja ver ni traslación mecánica ni ignorancia alguna sobre la situación de nuestros países. No sólo encontramos una vehemente denuncia del imperialismo norteamericano y la sujeción de AL a sus dictados, sino algunas puntualizaciones sumamente pertinentes. Por ejemplo, en relación al componente campesino de nuestras sociedades y, en particular, a México, leemos:
“El problema agrario es un problema capital. En América del Sur, la economía agrícola ocupa el primer lugar (aun Argentina, el país más desarrollado de América del Sur desde el punto de vista capitalista, cuenta con menos de cuatrocientos mil obreros industriales para una población total de más de ocho millones). Tremendamente explotado, el campesinado vive en una miseria negra, bajo un yugo aplastante, y solo sirve de carne de cañón para los aventureros militares. La experiencia de México es simultáneamente característica y trágica. Los obreros agrícolas se rebelan y hacen revoluciones para verse después despojados de los frutos de su victoria por los capitalistas, los explotadores, los aventureros políticos y los charlatanes socialistas…”
El citado texto que convoca a los comunistas a penetrar entre los campesinos “No con fórmulas y teorías abstractas”… sino con un programa que promueva la unidad de la clase campesina pobre con los obreros, hablaba entonces de dos revoluciones complementarias: la revolución proletaria y la revolución agraria.
El asunto de los sindicatos da pie al Ejecutivo comunista para volver a mencionar el caso de México:
“Los sindicatos que no agrupan a grandes masas industriales (como en Estados Unidos) son de tendencias revolucionarias. Pero ocurre frecuentemente que los líderes de los sindicatos sean traidores: es el caso de México donde Morones y sus semejantes explotan a los trabajadores y utilizan las organizaciones para su beneficio personal. Es importante expulsar a esos jefes y liberar a los sindicatos de los chantajistas y de su influencia reaccionaria.”
¿Será simplemente que se desconoce documentos como el arriba citado, o que de acuerdo a los lugares comunes que se difunden no encaja?
Ahora bien, si lo que se busca señalar es la práctica de trasladar mecánicamente fórmulas políticas válidas para otras latitudes (asunto, sin duda, que fue instaurándose con fuerza en el movimiento comunista) y, aún más, develar los mecanismos de presión política para aceptarlas acríticamente, entonces digámoslo directamente y estudiémoslo en lo específico. En particular, ¿desde cuándo se produce?, ¿en qué términos se da?
No hay duda, en efecto, que el dogmatismo y el seguidismo acrítico fueron características instauradas bajo el estalinismo, que marcaron profundamente a los partidos comunistas de todo el planeta, incluso más allá de la muerte de Stalin. Sin embargo, no fue una práctica que no encontrara oposiciones y, en particular, en América Latina podemos destacar algunos casos de suma relevancia como los que hemos mencionado de Mella y Mariátegui, por hablar de personajes relevantes que se opusieron en diversas circunstancias a intentos de dictados impuestos. Pero también podemos señalar partidos que, en tanto tales, no siguieron esa conducta. En particular, el caso de los comunistas costarricenses o, en otros términos el del Partido Comunista Mexicano que, desde los años sesenta, inició un largo y consistente proceso de independencia política, son ejemplos que debemos señalar junto a otros de diferentes partes del mundo.
Con lo anterior estamos tratando de ilustrar que, en una evaluación general, nutrida, sin duda, de la reconstrucción histórica de cada uno de sus componentes, el comunismo latinoamericano no puede ser conceptualizado simplemente como “calco y copia”; como simple instrumento de la política estatal soviética, sin por ello omitir ni un ápice el análisis de la ingerencia que por largas décadas y en determinadas circunstancias, el estalinismo y sus secuelas tuvieron en la vida y organización de los comunistas latinoamericanos. Así lo constatan las investigaciones críticas de múltiples acontecimientos y periodos de la vida de los comunistas en la región, en los que se deja ver la permanente tensión entre la dinámica propia de su actuación que define mucho del quehacer cotidiano de sus partidos, y las pretensiones y desplantes hegemónicos de los comunistas soviéticos.
Es en esa dirección que hago mías las palabras de Francisco Fernández Buey, en las que señala:
“Si sigue habiendo comunistas en este mundo es porque el comunismo de los siglos XIX y XX, el de los tatarabuelos, bisabuelos, abuelos y padres de los jóvenes de hoy, no ha sido sólo poder y despotismo. Ha sido también ideario y movimiento de liberación de los anónimos por antonomasia. Hay un Libro Blanco del comunismo que está por rescribirse. Muchas de las páginas de ese Libro, hoy casi desconocido para los más jóvenes, las bosquejaron personas anónimas que dieron lo mejor de sus vidas en la lucha por la libertad en países en los que no había libertad; en la lucha por la universalización del sufragio en países en los que el sufragio era limitado; en la lucha en favor de la democracia en países donde no había democracia; en la lucha en favor de los derechos sociales de la mayoría donde los derechos sociales eran ignorados u otorgados sólo a una minoría. Muchas de esas personas anónimas, en España y en Grecia, en Italia y en Francia, en Inglaterra y en Portugal, y en tantas otras partes del mundo, no tuvieron nunca ningún poder ni tuvieron nada que ver con el estalinismo, ni oprimieron despóticamente a otros semejantes, ni justificaron la razón de Estado, ni se mancharon las manos con la apropiación privada del dinero público.
“Al decir que el Libro Blanco --sigue diciendo-- del comunismo está por rescribirse, no estoy proponiendo la restauración de una vieja Leyenda para arrinconar o hacer olvidar otras verdades amargas contenidas en los Libros Negros. No es eso. Ni siquiera estoy hablando de inocencia. Como sugirió Brecht en un poema célebre, tampoco lo mejor del comunismo del siglo XX, el de aquellos que hubieran querido ser amistosos con el prójimo, pudo, en aquellas circunstancias, ser amable. La historia del comunismo del siglo XX tiene que ser vista como lo es, como una tragedia. El siglo XX ha aprendido demasiado sobre el fruto del árbol del Bien y del Mal como para que uno se atreva ahora a emplear la palabra "inocencia" sin más. Hablo, pues, de justicia. Y la justicia es también cosa de la historiografía.”
Francisco Fernández Buey*

En efecto, las mejores y más trágicas (por ello, también más interesantes) páginas de la historia del comunismo latinoamericano están, en muchos sentidos por rescribirse con una visión propia y enclavada en las luchas emancipadoras o, incluso, escribirse, pues se han ignorado. Todo con un ánimo de hacerle justicia.

Bibliografía
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Ulianova, Olga, (2003), “Levantamiento campesino de Lanquimay y la IC”, mimeo.

------------------, (2005 y 2009), Chile en los archivos soviéticos 1922-31 (primer tomo) y 1931-1935 (segundo tomo), Ed. LOM, Chile.

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Pietro Barcellona, Posmodernidad y comunidad. El retorno de la vinculación social, Ed. Trotta, Madrid, 1992, p.132.
Este aspecto lo hemos desarrollado en el trabajo “El comunismo del siglo XX: una memoria en disputa”, publicado en el libro coordinado por Maya Aguiluz y Norma de los Ríos, Memorias (in)cógnitas en la historia.

Pietro Barcellona, op.cit., p. 135.

En esa categoría de “historias oficiales” podríamos incluir el libro coordinado por Arnoldo Martínez Verdugo, secretario general del Partido Comunista Mexicano (hasta la disolución de éste), Historia del Comunismo en México. Libro, en general, alejado de la simple apología.

Roque Dalton, Miguel Mármol. Los sucesos de 1932 en El Salvador, Ed. Cuicuilco, México, 1982.

A varios de estos autores los hemos reunido en nuestro libro El comunismo: otras miradas desde América Latina, Ed. CEIICH-UNAM, México, 2005.

Boaventura de Sousa Santos, Una epistemología del Sur, Ed. Siglo XXI y FLACSO, Buenos Aires, 2009.

La mayor parte de esas historias de la IC llegan incluso a no mencionar su presencia e intervención en AL. Otras, como la de Pierre Broué, no sólo lo aborda de manera muy sucinta, sino incurriendo en enormes falsedades. Cfe. P. Broué, Histoire de l’Internationale Communiste, 1919-1943, Ed. Fayard, 1997

Manuel Caballero, La Internacional Comunista y la revolución en América Latina, 1919-1943, Segunda Edición, Editorial Nueva Sociedad, caracas, 1987.

Anterior a la caída de la URSS, tenemos también el libro de Rodolfo Cerdas Cruz, La hoz y el machete: la IC, América Latina y la Revolución en Centro América, Ed. Universidad Estatal a Distancia (EUED) de Costa Rica, 1986.

Lazar y Víctor Jeifetz, Peter Huber, la Internacional Comunista en América Latina (1919-1943). Diccionario Biográfico, Ed. Instituto de Latinoamérica de la Academia de Ciencias de Moscú y Institut pour l’ histoire d communisme de Ginebra, 2004.

Entre ellos: Alberto Plá, La Internacional Comunista y América Latina: sindicatos y política en Venezuela (1924-1950), Ed. Homo Sapiens, Argentina, 1996; Olga Ulianova, “Levantamiento campesino de Lanquimay y la IC”, mimeo., 2003; de la misma autora Chile en los archivos soviéticos 1922-31 (primer tomo) y 1931-1935 (segundo tomo), Ed. LOM, Chile, 2005 y 2009; Hernán Camarero, A la conquista de la clase obrera. Los comunistas y el mundo del trabajo en la Argentina, 1920-1935, Ed. Siglo XXI, Argentina, 2007; Aníbal Toledo Casanova, Los comunistas y la historia uruguaya, Ed. Orbe, Uruguay, 2008. Al calor de la apertura de los archivos de la IC, aparecieron en Brasil libros como: Paulo Sérgio Pinneiro, Estratégias da illusao. A Revolucao Mundial e o Brasil, 1922-1935; Ed. Companhia das Letras, Sao Paulo, 1992; William Waack, Camaradas. Nos arquivos de Moscou. A historia secreta da revolucao brasileira de 1935, Ed. Companhia das Letras, Sao Paulo, 1993.

Jaime Massardo, “Apuntes para una relectura de la historia del marxismo en América Latina”, en El comunismo: otras miradas desde América Latina, op.cit.

Cfe. Paco Ignacio Taibo, Bolchevikis, op.cit.

Pese al enredo en el que cae con la clasificación de los tipos de agentes o emisarios soviéticos, Manuel Caballero también sostiene que “no se puede hablar de la formación del PC de México como algo ‘artificial’, sino, por el contrario, como algo muy natural en un contexto de crisis y revoluciones.” Op. cit., p. 90.

En referencia a la Komintern, que es la abreviatura en ruso de la Internacional Comunista. En ocasiones se prefiere utilizar la abreviatura en inglés de Comintern.

Ricardo Melgar Bao, “Una cultura política en formación: los mominternistas centroamericanos”, en El comunismo: otras miradas desde América Latina, op. cit., ps. 385-421.

Jeifets, Lazar, Jeifets, Víctor y Meter Huber, La Internacional Comunista y América Latina, 1919-1943. Diccionario Biográfico, Ed. Instituto de Latinoamérica de la Academia de Ciencias (Moscú) y el Institut pour l’ histoire du communisme (Ginebra), 2004.

Ibid, p. 297. Como es conocido, Augusto César Sandino mantuvo relaciones con el Partido Comunista Mexicano principalmente a través del comunista salvadoreño Farabundo Martí, quien fue cercano colaborador de él, hasta que éste consideró que Sandino había “traicionado” la causa antiimperialista. Aunque se acercó a la Liga Antiimperialista y a la organización Manos fuera de Nicaragua, ambas impulsadas por lo comunistas (entre ellos de forma destacada Julio Antonio Mella), hasta donde sabemos, el luchador nicaragüense nunca tuvo relación alguna con el aparato de la IC, ni viajó a Moscú.

Olga Ulianova, “Develando un mito: emisarios de la Internacional Comunista en Chile”, en Historia, num. 41, vol. 1, enero-junio de 2008, p. 103.

Comité Ejecutivo de la IC, “América del Sur, base colonial del imperialismo norteamericano”, reproducido en M. Löwy, El marxismo en América Latina, Ed. LOM, Santiago de Chile, 2007, p. 85.